Fotografía: Jesús Massó
Lo que voy a contar no solo sirve para Cádiz, pero sirve especialmente para Cádiz y, sobre todo, para su Casco Histórico. Principalmente, porque es difícil cuestionar la clara vocación peatonal de dicho ámbito: su densa trama urbana de calles estrechas, su elevada población, que se mueve poco y cerca, el que las distancias máximas no lleguen a dos kilómetros, el comercio, el ocio y el turismo actuales y potenciales, pero crecientes en todo caso, el mar como límite a toda expansión y crecimiento. A todas luces, largas o cortas, es un espacio inadecuado para el tráfico motorizado. Y los datos demuestran que los residentes del Casco Histórico están convencidos de ello: el 54% de los desplazamientos con origen en el Casco Histórico y más del 90% de los desplazamientos interiores al mismo se realizan a pie o en bicicleta. Lo sorprendente es que alguien pueda defender lo contrario. El urbanismo gaditano es muy anterior a la invención del motor de combustión, ¿cómo alguien puede pensar que el coche pudo tener cabida en su concepción?
Pero está claro también que la vocación no basta para tener éxito y tampoco, en este caso, para superar con éxito un siglo de insistente asedio del automóvil a la ciudad. Desde el inicio de la motorización, los automóviles se convirtieron en un problema para Cádiz y, desde el principio, la ciudad trató de defenderse de ellos. Ya en la década de 1910, siendo los automóviles un lujo al alcance de tan solo una élite económica, los vecinos de Extramuros se quejaban de la polvareda que levantaban los coches y pedían que se limitara su velocidad. A finales de la década de 1940, con un notable aumento de la motorización, la prensa se hacía eco de la cada vez más difícil coexistencia en Intramuros entre automóviles y peatones, especialmente en las calles comerciales, ya que “los conductores circulan y estacionan a su antojo”. Esto hizo que el Ayuntamiento prohibiera aparcar en gran parte de las calles del centro y circular en otras.
Sin embargo, la permisividad hacia el automóvil fue aumentando con las décadas. La normativa municipal de tráfico de 1917 limitaba a 12 km/h la velocidad permitida en el casco urbano, pero solo cuando la calle estuviera despejada, pues cuando los automóviles entorpecieran el tránsito normal, es decir, peatonal, deberían adaptar su velocidad al paso humano. Lógico, los peatones primero. Una década después, sin embargo, el automóvil era ya un elemento cotidiano y la ciudad empezó a sucumbir a él. Se comenzó el asfaltado de las calles, la limitación a 12 km/h se restringió a Intramuros, mientras en Extramuros se permitía alcanzar 30 km/h. Es el punto de inflexión de esta historia.
El sometimiento a la cultura del coche es desde entonces paralelo al aumento de la motorización, y las políticas que empezaron como medidas de limitación fueron desembocando, a partir de mediados de siglo, en meras medidas de adaptación de la ciudad Intramuros al coche, como colocar espejos en las esquinas para evitar colisiones, instalar semáforos o destinar espacio público a los primeros aparcamiento vigilados. A pesar de ello, siguió existiendo una respuesta ciudadana al asedio sistemático del automóvil. Muestra de ello es que, en 1975, el primer aparcamiento subterráneo del centro de la ciudad se construyó bajo numerosas protestas ciudadanas por la pérdida de arbolado que suponía la obra.
El final de esta sucinta historia sobre el desencuentro de Cádiz y el motor es el actual estado de sumisión, consciente e inconsciente, del peatón al tráfico motorizado. Cuando llegué a Cádiz hace más de 20 años, contemplé cómo una mujer de avanzada edad trataba de echar con manotazos y aspavientos a un coche que se había colado por una callejuela de El Pópulo, mientras le espetaba que hasta dónde pensaba meter el coche. Dudo que esa respuesta se pudiera dar ahora.
Hoy se da un trato privilegiado y consentido al automóvil, como muestra la ocupación desmesurada del espacio público por superficie de rodadura y aparcamiento, el incumplimiento sistemático de las condiciones básicas de accesibilidad y la indisciplina generalizada de las normas de circulación por parte de los automovilistas ―no se respetan restricciones de acceso, prohibiciones de estacionamiento, límites de velocidad―. Ante ello, los peatones nos ponemos de perfil, de puntillas y metiendo barriga si es necesario, para dejar pasar a los coches, agachamos la cabeza, maldecimos en silencio ―algunos― y seguimos caminando. Hoy, la fluidez de la circulación motorizada es un dogma de una religión que suelen profesar no solo ciudadanos a motor sino también ciudadanos a pie y, para mayor desgracia de todos, policías municipales y jefes de tráfico.
Hoy Cádiz está sometida al coche. Hasta el último reducto de nuestra ciudad ―de nuestras ciudades― ha sucumbido al automóvil. El coche ha sido naturalizado, aparenta formar parte indisociable del ecosistema urbano, al igual que una especie exótica puede naturalizarse en un sistema natural. La ciudad ha sido mutilada, rectificada, enderezada, retocada para encajar al automóvil. Pero al igual que la especie invasora destruye las bases del ecosistema, el coche ha destruido las bases de la ciudad, que es el espacio público.
Como consecuencia de esta naturalización, nos vemos obligados a justificar, explicar, analizar concienzudamente las consecuencias de restar tan solo un metro cuadrado de espacio de rodadura o aparcamiento al automóvil, de recuperar tan siquiera un metro cuadrado del espacio público que el automóvil arrebató sin medida y sin justificar, explicar ni analizar consecuencias ni conveniencias, tan solo con la evidente razón de contar con más caballos de potencia. No basta con la obviedad, con el sentido común, con la vocación del espacio. Hay que dar razones y convencer de ello a gente que tiene un NO grabado en la matrícula. La necesidad, urgencia y oportunidad de peatonalizar el Casco Histórico de Cádiz ―o cualquier otra área urbana― se justifica, sin embargo, desde cualquier perspectiva: ambiental, social, económica, urbanística, de movilidad, patrimonial, de derechos humanos e individuales… No es cuestión de motivos; sobran los motivos.
Desde esa perspectiva de sometimiento a la cultura del automóvil, si alguien cree que caminar hacia una movilidad sostenible es cuestión de sensibilizar poco a poco a la población para que esta modifique poco a poco sus hábitos, se equivoca de lleno. Si quien lo argumenta tiene alguna responsabilidad en esas políticas, suena más bien excusa para no actuar. Que una ciudad este sometida al coche no significa que una mayoría social no sea consciente de ese sometimiento o pueda despertar de él. Como se demuestra caso a caso, las peatonalizaciones generan un apoyo ciudadano creciente una vez que se llevan cabo, empezando por la propia vecindad. Los que se mostraron inicialmente en contra, se hacen conversos. Y ya se sabe que los conversos sueles ser los más adeptos. Como dice Jan Gehl, “vivir no es solo tener un piso, la vida es lo que rodea al piso”, y eso se descubre cuando se experimenta, no leyendo un folleto. La ciudadanía de Cádiz ya tiene el suficiente nivel de sensibilización para saber apreciar cómo mejora su calidad de vida cuando puede disfrutar de su calle. La mayoría social es la víctima del abuso por parte de unos pocos y los gestores públicos son los responsables de detener ese abuso y no lo están haciendo. Peatonalizar el casco histórico es invertir en el 90% de la población que se mueve a pie por él, en lugar de proteger los privilegios del 10% que no lo hace. Si de verdad queremos hacer política social, recuperemos la calle para la ciudadanía.
Nota: Los datos históricos sobre movilidad y transporte en Cádiz están obtenidos de: Luna del Barco, A. (2002). Transporte y movilidad en la Bahía de Cádiz (Andalucía, España). En: Parias Durán, A. y Luna del Barco, A. Transporte y procesos urbanos en el siglo XX. Bogotá y la Bahía de Cádiz vistas con el mismo prisma. Centro de Investigaciones sobre Dinámica Social, Universidad Externado de Colombia, Bogotá. Cuadernos de CIDS, Serie III Núm. 4: 69-129.