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El tercer puente 12 verticales 03

Fotografía: José Montero

Fue después de ver caer las Torres Gemelas, la misma tarde de aquel pavoroso 11 de septiembre de hace quince años. Yo había salido a dar un paseo, aún en estado de shock, y fue en el rellano de mi casa de Madrid donde me contaron el primer chiste.

– ¿Sabes qué te preguntan ahora al comprar un vuelo a Nueva York?: “¿A qué piso va?”.

Mi confusión duró apenas un par de segundos, lo que tardó la sangre en volver a circular por mi cerebro noqueado. Después me eché a reír, y mucho. Y esa risa fue un consuelo en cierto modo. Me supongo que a más de uno esta reacción le parecerá de una crueldad intolerable, dada la inmediatez de la tragedia, pero es que no pude evitarlo. A mi amigo y vecino le acababan de contar aquel chiste también, y volvió a reírlo conmigo. Quizás porque la risa se contagia como gripe.

Pero esa broma no sería la última. En un par de días ya circulaba de boca a oreja material suficiente para hacer un festival del humor. ¿Qué nos estaba pasando? Acabábamos de ver cómo un pedazo de la Gran Manzana se hacía compota, ¿y no se nos ocurría nada mejor que hacer chistes sobre eso? ¿Tan hijo de puta puede llegar a ser el ser humano? La respuesta es sí, pero igual no lo estábamos siendo tanto esta vez.

Lo que hicimos en realidad fue poner en marcha y de inmediato ese mecanismo de defensa ante la adversidad que es el humor. Humor negro, o negrísimo, como quieran llamarlo, pero humor a fin de cuentas. Con aquellos chistes le estábamos plantando cara no solo a la tragedia televisada, sino al terrible impacto que intuíamos tendría sobre nuestras vidas a corto, medio y largo plazo. Porque sabíamos que era un atentado que venía a cambiar la Historia. Y que la cambiaría a peor.

Habíamos esperado con tanta ilusión la llegada del nuevo milenio. Fueron tantos años de fantasear con un mundo en el que la tecnología vendría a recompensar nuestra mediocridad. Por fortuna, el temido efecto 2000 había quedado en un simple susto sin consecuencias hacía ya casi dos años. Pero, de repente, aquel 11S se nos antojaba un comienzo de siglo fatal. Había que hacer algo y pronto, así que tiramos de humor, que es una psicoterapia barata y al alcance de cualquiera.

Una de las primeras referencias que tengo del humor negro se la debo, como tantas otras cosas, a mi padre. Él solía quejarse siempre a la vuelta de cada funeral al que asistía. Sobre todo del nuevo y descafeinado modo de velar a los difuntos. Era su gran bestia negra: “Un par de horas en el tanatorio, todos con cara de carajo, y luego cada uno a su casa. Eso no es un velatorio ni es na. Antes nos amanecía a los pies del fiambre, tomando anís y contando chistes hasta que lo llevábamos a enterrar”. Y lo de llevarlo a enterrar lo decía con el énfasis perdido del que añora llevarse a un colega de after.

Los gestos de aprobación que acompañaban su monserga de bar me hacían suponer que aquel grupo de hombres tenía su parte de razón, por descabellado que a mí me sonara lo de contar chistes en un velatorio. Igual el propósito último de aquel largo adiós era hacer ver a la familia del difunto que hay algo peor que la muerte misma. Y ese algo bien podía ser una reunión de borrachos en el salón de tu casa toda la jodida noche. En fin, a lo que voy, ya nadie quiere oír hablar de esos viejos velatorios, al igual que no queremos oír nada que sea políticamente incorrecto.

Sostenía la pareja de lingüistas formada por Sapir y Whorf, que el lenguaje no solo describe la realidad, sino que la crea al narrarla; que existe una estrecha relación entre el habla de una persona y la forma en que entiende y conceptualiza el mundo, Esta hipótesis de Relatividad Lingüística está en el origen de todo lo políticamente correcto. O dicho de otro modo, si cada uno de nosotros eliminara de su vocabulario todas las viejas expresiones que, por ejemplo, contengan rasgos de racismo (y “humor negro” es claramente una de ellas), no solo tendríamos un comportamiento más integrador como individuos, sino que estaríamos construyendo una realidad común en la que el racismo no tendría presencia. O como cantaba Karina en los 70: “En un mundo nuevo y feliz”.

La propuesta ética de un lenguaje más justo y acorde con los nuevos tiempos parece tan fantástica a priori que se está vendiendo casi sola, pero es ingenuo esperar que no mencionando el racismo (por seguir con el mismo ejemplo) éste vaya a desaparecer. Encuentro más factible la asunción de los viejos términos tradicionales con su carga peyorativa, con el fin de descontextualizarlos y quitarles su capacidad de insulto.

Pero si existe un daño colateral en todo este buenrollismo que deberíamos empezar a encontrar preocupante, es la posibilidad de convertirnos en una sociedad mojigata, que arrugue el gesto ante cualquier inconveniencia o exabrupto. Un lenguaje remodelado con la intención de no ofender a ningún colectivo sensible no puede sino desvirtuarse, a la vez que se convierte en un territorio hostil para cualquier forma expresiva no acorde a sus normas éticas. Y deberíamos negarnos a que un pensamiento pacato acabe por tomar el control de la situación.

Hoy día somos más sensibles y empáticos que nunca, y podemos estar orgullosos de ello. Por eso es lógico que la fiesta de los toros tenga los días contados, porque es una barbaridad. Es un espectáculo cruel que se nos ha atragantado casi tanto como los chistes de Arévalo, siempre llenos de gangosos o de mariquitas, o de mariquitas gangosos, que con estos ya te tronchas. Son expresiones que han formado parte de una realidad anacrónica con la que hemos coexistido aún a sabiendas de que eran un asco.

Pero el humor negro es otra cosa, y su supervivencia merece la pena defenderse. Aunque sus formas y carga conceptual no terminen de ser entendidas casi desde ningún sector de nuestra sociedad. Ni que decir tiene que es repudiado por la clase biempensante, faltaría más, siempre acostumbrada a imponernos su moral unívoca, de personas como dios manda. No debemos olvidar que la única dimisión en la política española, a fecha de hoy, motivada por un escándalo relacionado con el choque entre moral y humor negro es la de un político de izquierdas, Guillermo Zapata. No tuvo que dimitir, por el contrario, Pablo Casado después de reírse de “las fosas de no sé quién”, quizás debido a que el PP es el único partido de nuestra democracia que no ha condenado el franquismo, razón por la que pueden seguir tomándose a pitorreo los crímenes del régimen sin entrar en contradicción con su moral católico-romana.

Pero, ideologías aparte,  yo defiendo el humor negro como algo necesario. Porque lejos de ser un subgénero falto de sensibilidad, de buen gusto o de tacto, un chiste grosero y siempre inapropiado, hablamos de una de las expresiones más elevadas de nuestra inteligencia. El humor negro forma parte esencial en la obra de Poe, Baudelaire, Caroll, Nietzsche, Picasso o Rimbaud, entre muchos otros artistas fundamentales. Y a un nivel popular es “Eloísa está debajo de un almendro” y es Rascayú. El movimiento Dada jugó con él, así como poco después lo hicieron los surrealistas. También el punk de finales de los 70 y principio de los 80. Yo mismo fui un poco punky en esa época, justo cuando mi madre perdió la visión en los últimos años de su vida. Fue un duro golpe para ella, y para cuantos la queríamos. Pero eso no impide que hoy me siga haciendo gracia el chiste de esa otra madre que, cansada de su desobediencia, amenaza a su hija ciega con cambiarle los muebles de sitio.

Yo adoro el humor negro por irreverente, por iconoclasta, por provocador y sobre todo, por ser lo bastante turbio como para permitirme tener la sensación de estar pasándome de la raya. El humor negro saca a flote la hipocresía de una sociedad que te permitirá despreciar públicamente a tu enemigo, siempre que éste no se acabe de morir. Me gusta el humor negro porque es un humor 100% ateo y desacralizador, porque se mofa por igual de la vida y de la muerte. Porque nos hace entender que nuestra intrascendencia será lo único que nos trascienda. ¿Por qué siempre se condena aquello que podría hacernos sentir bien antes de estirar la pata? Si nada fuera sagrado todo podría ser mejor al instante.

Yo creo que todo humor es un modo de amor y, desde luego, una forma de mostrar respeto ante el dolor de los demás bastante más honrada que una cara falsamente compungida. Es hora de preguntarnos qué mundo queremos dejarle a esos hijos que no tuvimos con Luis Eduardo Áute (que por cierto, sigue grave en la UCI del Gregorio Marañón, así que un abrazo), porque si bajamos la guardia ahora, la ñoñez y el miedo volverán a ganarle la partida al progreso.

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