Estas palabras son para ti que tanto me has dado, que tan feliz me has hecho y que tantos recuerdos me has regalado. Brota de mi alma un eterno agradecimiento por ti, por tu plaza imponente y por tus calles que desembocan en una hermosa alameda, en un parque majestuoso y en un teatro señero. Formas parte de mi existencia.
Si no hubiera crecido en mi barrio, hoy no sería la que soy. Ni yo ni muchas de las personas que corrimos por sus adoquines, que sonreímos a la vida y jugamos al contra o a la pelota. Porque una es de donde crece, no de donde nace. Y aunque por ver la luz en esta hermosa ciudad me estremezca con cada una de sus penas y ría con sus alegrías, el lugar elegido para criarme me ha convertido en la mujer que pasea feliz por su barrio aunque ya no suba las escaleras hacia mi casa, aunque habite en otro lugar. Fui, soy y seré del Mentidero, como Fletilla, Pepillo el Bético, Bustelo, Anabel Rivera, los Silva, la Chata o el Toti.
Me veo escondiéndome en la casa barco, en los Campillos, para que no me encuentren, apresurando el paso cuando el señor ciego de la Pensión Hércules gritaba volviendo a su hogar, me veo sentada al sol en la plazoleta vigilando las carreras de mi niña, corriendo tras mi hermano por la calle Ceballos para ver entrar las agrupaciones en el Falla, compartiendo confidencias con mis primeras amigas, votando por primera vez en la Casa de las Viudas, disfrutando de las cabalgatas desde la azotea de mi abuela llena de familiares que solo venían ese domingo, contemplando a las mujeres de penitencia tras el Caído mirando hacia aquel balcón mientras desgarradas saetas rememoraban a la Gitanilla del Carmelo. También llevé pan a la carbonería y cambié tebeos en Enrique de las Marinas, y vi las palmas de la Borriquita asombrada ante tanto fervor que siempre respeté pero nunca entendí.
¡Ay, el coche de línea dando la vuelta a la plaza, aquel que me llevaba alguna vez junto a mis tías a la playa grande, el coche del balneario!. Me recuerdo volviendo tras una tarde en la Caleta con mi cubito lleno de cangrejos y camarones que mi madre me hacía devolver al mar. Y recuerdo a mi hermano con las pelotas perdidas del Club de tenis: nuestros tesoros.
Barrio obrero donde a las 6 de la mañana ya se podía tomar el café en el Pichi antes de ir a trabajar, donde señores con guayabera tomaban el vinito en el Ripert mientras leían aquel diario de tinta en las manos y tamaño imposible que nació en mi barrio y que allí tuvo su rotativa. Plaza de la Cruz de la Verdad que transformó su nombre y en la que se leyó por segunda vez la Constitución de 1812. Barrio de tertulias y del Petit Versalles. Plaza que ahora preside un busto de Don Manuel, el médico bueno que me curó la hepatitis en la niñez.
¡Y sus mujeres! Bravas, recias, que habían soportado las miserias de la posguerra de cartillas de racionamiento y beneficiencia. Guapas a rabiar y fuertes como un roble: Concha la Betunera, mi abuela Rafaela, Carmen la Tejada, Juana la del 4 y muchas otras que sin saberlo fueron feministas y guerreras.
Si Fernando Quiñones estuviera vivo, nos seguiría contando noches flamencas ancá Juan Silva, donde su hija Encarnita corría por los patios adornados de antaño, o donde el Beni alumbraba la velada con sus chistes y sus cantes. Eso no lo viví, o era tan pequeña que no lo recuerdo, pero me lo han contado. Sí asistí al cajonazo de Caleta y a su actuación en la escalera de la Facultad de Medicina. Eso pertenece a un imaginario colectivo y nuestro que en nosotros queda.
El Mentidero persiste, cambió cuarteles y pabellones militares por espacios universitarios, un colegio y un centro cultural; vio marcharse al Diario de Cádiz, cerró el aserradero y el Gobierno Militar se convirtió en un contenedor de colecciones y fundaciones variopintas.
Mis recuerdos no han cambiado: la Chana sentada vendiendo números, Carrasco en su cochera, la preciosa Milagros, los caracoles del Serrallo, los mapas de la papelería de Isa, Pepe el del bache, la mercería, las noches al fresco, los pasodobles, cuplés y tangos, la risas de niños y niñas, las flores, aquel perro llamado Miseria y una gata tan blanca que bautizamos como Escayola, Manolo el de la droguería eternamente joven, las peleas de vecinos, el uniforme caletero, los sinsabores del paro, el puesto de chucherías, la Santanderina, el taller de Luis y su competencia Talleres Iberia, la frutería donde de pequeña podía mirarme en sus espejitos, las tardes en San Antonio en aquellos bancos circulares, la leche en bolsas de Paulino, la sabiduría de la vieja del cubito, mi torpeza montando en bicicleta, las ostionadas junto a la Plazuela de la Oca, el olor a cazón del freidor, las colas para coger número pal médico en Cervantes, mi tía Lola haciendo punto, mi abuela asomada al cierro, mi niñez, mi primera juventud. Todo eso sigue formando parte de mi memoria, de mi vida y de la todas aquellas personas que han crecido en ese hermoso barrio.
A ti, que me diste la alegría de encontrar a ese hombre tímido, menudo, rubio, con voz asombrosa quebrada por el tabaco, que me envió a comprar a casa Vicente, y me regaló el cambio en forma de aquella moneda de diez duros y que durante tanto tiempo guardé. Ese humo, la nicotina, el alquitrán, acabarían con él justo el día de mi cumpleaños; pero cada vez que lo oigo cantar veo a aquel hombre sencillo, ese gitanito canastero, esa leyenda del cante, que una mañana de sábado tuvo tiempo para mí en una esquina de mi barrio, ese barrio a quien dirijo estas palabras, a quien dirijo mi mirada de niña, de adolescente y adonde siempre quiero volver.