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Xiomara

Fotografía: Jesús Massó

Si algo caracteriza a la buena Siesa, es la capacidad innata de crear conflictos de la nada.  El acto en cuestión es comparable con el efecto mariposa, aunque quizás en este caso convendría más visualizar el aleteo de una cucaracha voladora, de estas que salen enormes de las alcantarillas, intentando salvarse de una muerte que acaba llegando inevitable tras la fumigación. Pero la aparición de este insecto en los techos de la casa de ventanas abiertas por el calor, o en el rincón oscuro del cuarto de baño, la sola visión de su cuerpo quieto al encender la luz por sorpresa o al caminar por la penumbra del pasillo una noche de levante, provoca reacciones inimaginables. Movimientos y piruetas dignas del circo del sol, alaridos que desencadenan pánico colectivo aún sin haber sido testigos directos de la imagen cucarachil, que provocan infartos, pisotones con saña, peleas amorosas e incluso que se tomen decisiones equivocadas en una asamblea asociativa. El aleteo de la cucaracha se puede sentir al otro lado de la ciudad, por la sucesión de efectos encadenados en un espacio geográfico donde todos están relacionados, y donde las condiciones vitales son extremadamente sensibles las unas a las otras. Y de todo esto es muy consciente la buena Siesa, que planea sus actos con precisión científica, imaginando variables y resultados distintos, acertando en ocasiones, aunque la mayoría de las veces el desenlace es completamente imprevisible.

Y así ocurrió el pasado martes 6 de junio al mediodía. Por la radio Teresa Rodriguez hablaba cosas sobre iniciativas ciudadanas y amor de novios. Tras la cortina de su balcón, la Siesa miraba fijamente la nuca enrojecida por el sol del albañil que decía piropos sin ton ni son, respaldado por el poder que da el grupo de iguales y el andamio. Cogió su libreta de maldades y comenzó a apuntar ecuaciones, garabatos, medidas de velocidad, condiciones atmosféricas y tiempos de cocción. Nada más terminar quitó la carga de tinta de un boli bic y metió una bolita de plomo, mientras comprobaba la dirección del viento con el dedo. Apartó ligeramente la cortina y esperó quieta a sentir el impulso del momento adecuado, con los mofletes preparados para llenarse de aire y la vista fija en el objetivo humano de nuca colorada. Disparó.

El albañil gritó llevándose la mano al cogote. La chica que se asustó por el grito le dijo que era un animal. El perro guía ladró muy fuerte dándose por aludido y su dueño elevó las piernas como en una carrera de obstáculos. El padre soltó las bolsas de la compra para persignarse al instante. El frutero le dijo a la clienta que él era cofrade y la clienta contestó que ella no. En la acera de enfrente replicaron que ellos habían recogido votos para la medalla a la virgen, y los que salían de la casapuerta contaron que ellos habían firmado por el monstruo espaguetti volador. De la nada uno encaró a otra, y otra hizo un corte de mangas, y el niño pegó una patada de mayor, y el mayor rompió un cristal de un cabezazo.

Nuestra Siesa asistía fascinada a la sucesión de acontecimientos, eran fichas de dominó chocando las unas con las otras de forma precisa, calculada. Pero en realidad poco había que calcular y mucho menos prever, porque el sistema gaditano es caótico y depende del viento que sople.

De pronto se escuchó un grito horroroso, era español pero parecía otro idioma, como cuando habla Pepe Viyuela. La Siesa giró la cabeza con miedo y se quedó asombrada. Los albañiles dejaron de hablar, los ruidos de las obras pararon, el taladro, la hormigonera, el pico, incluso el tráfico incesante de coches quedó suspendido por unos instantes en un sueño digno de la asociación La Zancada. Solo se escuchaba ese alarido. La Siesa pensó que era un animal, nadie humano podía hablar así, a excepción de la alemana indigente que duerme en Canalejas. Pero no era ella.

Un Ave María atronador sonó en la dirección contraria. La Siesa volvió a girar la cabeza. Y allí estaban todos, parados en las aceras, los cigarros encendidos en la boca sin fumarse; los niños de los carritos sin llorar ni balbucear, atónitos; la mujer que ojeaba el periódico después de comprarlo, sin moverse; el que barría la calle, quieta, con la escoba en el aire y el chicle a medio mascar; los vecinos asomados, incluso los que nunca salen porque están jugando a la playstation, esos también se asomaron con sus caras blancas y pálidas. Todo era un profundo psssssss.

De una de las esquinas salió un destello azul. Nuestra señora del Rosario mostruosa con las manos como en kárate delante del pecho, y la lagrimita permanente en la cara.  Al andar el suelo retumbaba y los pájaros se cagaban para dentro del miedo. De la otra esquina, precedida del alarido, apareció una enorme masa de pasta con albóndigas y tomate, que nuestra Siesa reconoció inmediatamente como El monstruo espaguetti volador. Ambos se miraron con furia asesina y todo el mundo supo que allí tendría lugar un enfrentamiento épico por la medalla de la ciudad.

Entonces pasó lo inimaginable…

De uno de los andamios sonó un:

Darme fuego alguien– nadie contestó por supuesto…-Darme fuego alguien, carajo….

PSSSSSSSSSSSSS– dijo uno que estaba en el balcón de enfrente.-Psssssssss– sonaron por diversos sitios a lo largo de la calle..

¿Cómo que psss?A mi no me manda callá naide. – espetó el albañil.

Psssss, pssssssss, psssssssssss……– volvieron a sonar de distintos lugares de la calle.

Ahora voy pallá, y me vas a decir pssssss en la cara, ahora bajo y te vas a enterar…– y bajó; y mientras bajaba no paraba de gritar, insultar, escupir hasta que llegó a la calle y ocurrió.


Entonces salió el albañil, el del fuego, el de los adjetivos no pedidos y dudosa capacidad literaria. Salió de la casapuerta con su mirada de pasota-chulo (carajote en definitiva), con el cigarro entre los dedos anular y corazón, dispuesto a cruzar la calle para encararse con el vecino de enfrente. Nada más poner un pié en la acera, nuestra señora mostruosa, rugiendo como un millón de animales furiosos, lo cogió de la patilla, lo lanzó al aire por encima de su cabeza, abrió la boca, y GLUMP,…se lo tragó sin masticar. El Monstruo espaguetti volador corrió hacia ella con el brazo en alto y la gente contuvo el aliento, pero cuando a punto estaba de llegar a la esquina donde estaba Nuestra Señora, esta, como un resorte, levantó a su vez la mano y ambos chocaron, cómplices.

Ese choque simbolizó un pacto de no agresión del que todas fueron testigo. Luego se esfumaron y el ritmo cotidiano  siguió su curso, como ciudad de cuento que vive una permanente historia con principios y finales increibles.

Nuestra Siesa, jugadora en la sombra, anotaba pormenorizadamente cada detalle de lo ocurrido en su libreta secreta de maldades siesiles. Páginas donde, quizás dos o tres días antes, había escrito algo sobre una casaca roja con etiqueta de Pepi Mayo que le había quitado al colega de Animarte.

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