Ilustración: María Gómez
Toda buena siesa que se precie ha adquirido, a lo largo de su vida siesil, una serie de rituales cotidianos de obligada realización cuyo incumplimiento puede abrir puertas infernales provocando directamente el Apocalipsis.
Explicaremos algunos de estos rituales cuyo estudio pormenorizado podemos encontrar en “De la Siesa mona a la Siesa contemporánea: Factores constitutivos de la vida cotidiana siesil” (Marvin Farris, Editorial Aburgos, 2016).
La Siesa realiza estos rituales sin esfuerzo porque los tiene interiorizados. Por ejemplo, la buena siesa practica el ritual de persignarse nada más poner un pie en la calle de manera mecánica, acabando con un besito aparente sobre el pulgar de la mano derecha. Y lo repite al pasar frente a cualquiera de las distintas imágenes religiosas o iglesias que pueblan el casco antiguo gaditano. Así pués, la Siesa se persigna ante el Sagrado corazón de la calle Compañía o la Virgen de la calle La Palma, e incluso ante el poster del Medinaceli que ponen en el escaparate de la copistería San Rafael durante la semana santa.
A cualquiera pudiera parecerle que este acto cotidiano responde a una intensa fe católica profesada por la Siesa con absoluto fervor; pero esto queda lejos de su auténtico motivo que se acerca más a un trastorno obsesivo compulsivo que a una necesidad religiosa. Y es que la omisión de este acto adquiere dimensiones catastróficas en la mente de la siesa gaditana, de manera que es capaz de volver a entrar para salir de nuevo de su casa o, si le pilla en la calle, acudir rápidamente a cualquier iglesia para bañarse en agua bendita y persignarse de la manera extensa…”por la señal de la santa cruz de nuestros enemigos”…etc. Pues en el imaginario de la Siesa, cualquier distorsión en sus rituales supondría una auténtica pesadilla mundial solo superable gracias al acto de limpieza de la Santísima Trinidad.
Sin ir más lejos, en la sobremesa del día 23 de septiembre, la Siesa se había puesto fina de pimientos fritos en aceite de oliva virgen extra, y se disponía a comenzar su ritual de pequeños eructos digestivos. Pero ese día al abrir su boca no salió nada. Un jadeo con olor a huerta verde de verdes campos anunciaba una digestión pesada, su estómago ahíto estaba presionado a trabajar por encima de sus posibilidades. Ante la ausencia del eructo ritual, la Siesa sintió un poco de ansiedad -del tipo antesala del pánico- y una sucesión de vellos erizándose en su nuca como si alguien o algo estuviera advirtiéndola del peligro. Entonces decidió bajar a la calle a dar un paseíto. Eso la ayudaría a hacer la digestión menos pesada y así empujar su anhelado eructo hacia el exterior.
No era la primera vez que la Siesa bajaba a pasear durante la hora de la siesta. De hecho, pasear despacito en esa quietud comenzaba a ser parte de su cotidianidad. En esos paseos, la siesa despliega todas sus habilidades de escucha activa, poniendo un pié delante de otro pié en un caminar que más que paseo es rastreo intensivo en pos de algún sonido proveniente de cualquier casa.
En esas tardes y en el silencio de la siesta, algunas parejas discuten, otras hacen el amor, otras critican a otras y el niño canijo llora porque no quiere comer. Mientras, la siesa se mueve por las calles adyacentes a su propia casa trazando un mapa mental perfecto donde ubica pisos, ascensores, descansillos, pasillos largos llenos de potos, bombillas fundidas y presidentas de la comunidad al borde del colapso; suele girar la cabeza al compás de sus finos oídos, antenas de insecto con las que puede completar, con la información recopilada, las conversaciones susurrantes; aunque la puerta esté cerrada o las ventanas tengan climalit.
Pero aquella sobremesa indigesta fue diferente, porque cuando la siesa puso un pié en la calle escuchó…nada. Una absoluta e inmensa nada precedida de la delicadeza de sus sandalias acolchadas. La Siesa se quedó perpleja. Metió el dedo meñique en el oído a modo de bastoncillo y lo agitó, no fuera a ser que estuviera taponado. Nada. Caminó en su zigzag estratégico moviendo la cabeza-radar y…nada. De nuevo sintió ese recorrer de vellos erizados por su nuca. La sensación de peligro se incrementó cuando, de esa nada imperante surgió un rumor como de muchedumbre hambrienta, como de cola para comer pestiños gratis en Los Dedócratas. Cerró los ojos para centrarse en aquel sonido y dejar que le guiase por las calles gaditanas.
Comenzó a caminar con parsimonia, muy despacito, para que el sonido de sus chanclas ortopédicas no tapase aquel rumor y poder seguirlo hasta descubrir el misterio. Mientras avanzaba, veía negocios cerrados, mesitas con café y tarta a medias e incluso las palomas parecían haber abandonado sus hileras habituales en los cables de electricidad. Cuando llegó a la calle Ancha, una enorme bola de paja, como esa de aquel cuento de Pepe Maestro, la adelantó rodando en dirección a José del Toro. Decidió tomar la misma dirección y cuando llegó a la altura de la tienda Usted está aquí se dio cuenta de que ella estaba allí, sí, pero más sola que la una. Fue entonces, mientras miraba el escaparate de la tienda, cuando se percató de algo importante: no se había persignado al salir de casa. Entró en pánico. A su mente vino un recuerdo de película subtitulada sueca “El fin del mundo, el fin del mundo se acerca”. Y es que todo eran señales. No había eructado, no se había persignado; estaba claro que había convocado un cataclismo y la única solución era entrar rápidamente a un templo y bañarse en la pila del agua bendita.
Corrió hacia la iglesia de San Agustín pero estaba cerrada. Siguió corriendo calle San Francisco abajo en dirección a Santo Domingo pero al llegar a la plaza del Ayuntamiento comprobó que el rumor se había transformado en un sonido ensordecedor que provenía, sin duda, del edificio consistorial. Se encaminó con las piernecitas temblando hacia su puerta que parecía una boca hambrienta y mala, pero mala de maldad infernal. Para aquel entonces, en lugar de vellos erizados en la nuca, la Siesa tenía un gato histérico encaramado a la espalda. Su obligación era entrar, al fin y al cabo el fin del mundo lo había desencadenado ella y solo ella podía pararlo. Comenzó a escuchar gritos, como una auténtica berrea de la Sierra metida en el mismo Salón de Plenos. Y es que era allí, precisamente allí, donde estaba todo Cádiz. Cuando entró en la estancia, nadie pareció percatarse de su llegada.
La muchedumbre gritaba, había gente encaramada a la pared, gente subida a hombros de otras, gente colgada de las lámparas, estaba el pleno igual que una feria. La policía tomaba orfidales a manos llenas; las pancartas reivindicativas se clavaban en los ojos de la gente; pero a nadie parecía importarle, todo Cádiz estaba como en trance. Claro, era el fin del mundo. La Siesa comenzó a persignarse compulsivamente, aplicando el ritual en toda su extensión:
–Por la señal de la santa cruz,- la siesa notó que algo se removía en sus entrañas – de nuestros enemigos,– el algo subía al esófago.- Líbranos señor, Dios nuestro.- presionaba sus costillas – En el nombre del padre,…- ascendía hasta su garganta y cuando la Siesa aproximó su dedo pulgar de canto en aquel beso ritual, de su boca salió tal eructo que la dejó sin respiración durante un minuto y medio.
Después solo hubo silencio.
La gente la miró con los ojos muy abiertos y despacio, como siguiendo una orden, comenzó a abandonar civilizadamente la sala, replegó sus pancartas, se descolgó del techo, se dió la mano con los policías. En el abandono ordenado del salón de plenos, una cabeza rubia se levantó de su asiento y se aproximó al alcalde. Teófila y Kichi se miraron a los ojos para luego fundirse en un abrazo sentido. Otra cabeza rubia, Mercedes Colombo, hizo un gurruño con el paquete de celtas y decidió que nunca más fumaría. Ana Camelo y Laura Giménez intercambiaron los teléfonos con Romaní y Ortiz para hacer el grupo de WhatsApp del ayuntamiento de Cádiz. Pepe Blas y el que hace vídeos rodaban por el suelo en plan croqueta pidiéndose perdón; el mismo que se dieron Fran González y Alexis. David Navarro, calculando, dijo que la deuda había bajado otra vez. Tubío y Vila visibilizaron a Juan Manuel Pérez Dorado y este se lo agradeció con las lágrimas saltadas. Se pusieron todos de acuerdo y hasta la Junta dejó de bloquear a Cádiz.
La Siesa había conseguido parar el fin del mundo. Así que, sigilosa, como la cucaracha que es, hizo mutis por el foro; porque en sus ritos cotidianos había un orden estricto y después del eructo venía otra cosa inevitable y privada. Corrió hacia su casa no fuera a ser que desencadenase otro fin del mundo.