Fotografía: Jesús Machuca
Toda buena Siesa que se precie recibe periódicamente la visita de seres del más allá. Normalmente vienen a ponerla sobreaviso de acontecimientos importantes aunque, en ocasiones, le dan mensajes confusos que tienen más que ver con digestiones complicadas que con hechos trascendentales. Los aparecidos del más allá más comunes son su padre y la tia monja; muertos ambos hace ya varios años y cuya sola visión hace que a la Siesa se le descomponga automáticamente su estiradísimo moño. No podemos olvidar el suceso acontecido en el capítulo II de este estudio, donde se registra la aparición del fantasma paterno anunciando el apocalipsis. -Véase La buena Siesa y el fin del mundo.-
El pasado 4 de mayo los muertos de la Siesa volvieron a aparecer. En esta ocasión fué su tía la monja, con el hábito impecable de hermanita de la caridad y rasgos familiares de carácter siesil, quien le avisó de la llegada inminente de un maremoto. De pronto, la Siesa notó crujir la tierra y todos los platos de la vitrina repicaron. Por las calles sonaban alarmas, las vecinas se llamaban unas a otras contándose que el agua se había retirado de la Caleta y que las gaviotas habían desaparecido de la costa.
La noticia corrió como la pólvora y todo Cádiz se preparó para lo peor. La gente comenzó a copar los pisos altos cargados con botellas de agua vacías, para flotar, y ollas de papas con chocos, para comer. Madres y padres de mediana edad chistaban desesperados por los balcones llamando a Chemi, a Sandra, al Pepón y a la Susi.
-¡Subirse parriba que viene la ola!.– decía una.
-¡SHHHHHHHH, SHHHHHHH que viene la ola!.- gritaba otro.
-¡SHHHHHH, SHHHHHH!- replicaban por la calle, el cachondeito era inevitable a pesar de la tragedia que se avecinaba.
Y aunque las voces no fueran lo suficientemente fuertes como para llegar a las plazas, las niñas las oían, cien por cien despiertos sus sentidos tras el temblor de tierra.
La solidaridad se impuso por toda la ciudad, con excepción de algunos malajosos víctimas de su propio miedo. La gente cargaba con las ancianitas y ayudaba a los impedidos. Se organizaban como en una colmena, a pesar del brevísimo tiempo que preveían como tregua antes de la catástrofe.
Cuando casi todo el mundo estuvo a salvo, una lengua enorme de 5 metros entró por la Caleta arrasando todo a su paso. Lo primero que se llevó por delante fueron las barquitas mientras alguien, desde el megáfono del club, se cagaba en los muertos de las placas tectónicas. El mar avanzó inevitable por las calles de la Viña, despreciando todas las plegarias lanzadas al cielo desde las azoteas del barrio; un cielo que se había oscurecido acompañando la tragedia.
Inesperadamente, todo paró. El mar se retiró y, aunque todo el mundo estuvo aguardando en sus refugos durante horas, esperando la llegada de un segundo envite (y un tercero y un cuarto, porque así lo habían leido en wikipedia), no apareció más.Los cofrades le atribuyeron rápidamente el milagro a la Virgen de la Palma, y salieron en procesión. Los carnavaleros creyeron que Antonio Martín había parado el agua cantando Caleta desde su balcón, y se pusieron todos de acuerdo con lo de la fecha del carnaval. Los de Unidos Podemos estaban convencidos de que Alberto Garzón y Kichi habían entrelazado sus brazos creando una barrera protectora de izquierdas, alrededor del Golfo de Cádiz.
Ninguno de ellos llevaba razón; y eso solo lo sabrán unas pocas entre las que os encontrais vosotras que leéis estas líneas. La Siesa estuvo allí. Nuestra Siesa, heroína anónima, elegida perpetua frenadora de desastres se plantó a pié de calle avisada por sus muertos del maremoto que llegaba. No fué ella tampoco quien detuvo aquella gran ola, pero fué testigo privilegiado de cómo el mar entró por la Plaza de las Flores llevándose por delante la terraza de la marina y tronchando palmeras que engullía como si fuera una boca. Fue entonces cuando la Siesa, que estaba estrujándose el cerebro para ver cómo narices paraba aquel desastre de la naturaleza, lo vió.
Era oscuro como el carbón, de ojos brillantes y músculos tensos bajo una camiseta Nike de tirantes; sobre su espalda sostenía su mercancía. El mantero se quedó petrificado frente a la ola, sintiendo en el corazón todas las tragedias de su vida, y el mar lo bañó. La Siesa corrió a salvarlo aún sabiendo a ciencia cierta que ella sería la siguiente. Pero no fué así, porque tal como el mar cubrió el cuerpo de aquel muchacho debió de sentir las muertes de tantos y tantas en sus entrañas. Seguro que revivió historias de gritos de auxilio y llantos en bajito para no asustar a los hijos; y recordó las miles de marejadas en el estrecho, golpeando pateras y acumulando miedos en espacios que triplicaban su capacidad real. La Siesa juraría que el mar se dió cuenta de las aguas que salpican, y se dió cuenta de la frialdad, y de la humedad entre el calor por el roce de los cuerpos hacinados.
Así que, tal como lo cubrió, lo descubrió. Y nuestra Siesa entendió todo mirando a los ojos brillantes del muchacho, quien rápidamente colocó su mercancía pensando que ese era su día de suerte.
Carrefour abrió a los pocos minutos, así que la ciudad entera volvió a bullir como si nada. Nuestra Siesa se fué a su casa despacito, como tantas veces después de vivir un acontecimiento único, emocionada, sonriendo por dentro, aunque por fuera pusiera la cara esa que ella pone de chupar limones.