“Abrid escuelas y se cerrarán cárceles” (Concepción Arenal)
Nuestras vidas son el resultado de miles de momentos que pasaron, momentos que siguen atrapados en el baúl de nuestra memoria y que desempolvamos cuando nos invade la nostalgia o cuando necesitamos recordar para comprobar cómo hemos evolucionado. Lo que ahora es pasado, antes fue futuro.
Así, cuando cruzo esa calle, miro hacia arriba y me recuerdo con cinco años corriendo por el pasillo. Allí estaba mi clase de parvulitos, allí abrí los ojos al conocimiento, enlazaba letras y formaba palabras, sostenía un delgado trozo de madera y grafito que deslizaba por el papel para escribir, llenaba de colores una lámina con unos bordes que limitaban nuestros dibujos o dormitaba cinco minutos de siesta apoyando la cabeza sobre mis brazos en la mesa.
En el colegio se aprenden muchas cosas. Una de ellas, la más terrible quizás, la competitividad que transformaba en victoria ser la primera de la fila, distribuía al alumnado señalando a listos y torpes y fomentaba la frustración mediante un sistema de graduación de las calificaciones.
En casa, nuestra familia nos regalaba la educación cívica; pero en la escuela entendimos la importancia del espíritu de equipo cuando jugábamos a juegos y deportes que primaban la colectividad. Desde pequeña comprendí que había que proteger a las personas más débiles. La escuela me lo confirmó.
Recuerdo el templete de la Virgen, donde reposaba la comida y donde me sumergía en la lectura, el pasillo donde se oían los espíritus de niños que allí fallecieron, el olor a comida en el corredor del sótano, la máquina del chocolate, los estornudos causados por la tiza, mis compañeras mellizas, el olor profundo a betún de aquellos horribles mocasines, las manos manchadas del aceite de la plastilina, las manchas de tinta china, el chándal azul de tres rayas, la monja delgada y chillona que vigilaba nuestro comedor y el olvidado y majestuoso piano. La voz de Carmela procedía de la lavandería, allí cantaba con su moño italiano, oliendo a ropa recién planchada. Visité muchas veces la enfermería, donde me atendía Sor Santos, una monja cariñosa y menuda con sus zapatos ingleses de cordones. Añoro a Sor Emilia la entrañable monja que se marchó por enfermedad pulmonar, recuerdo a otra monja que dejó los hábitos, la cadena del reloj de Sor Josefa, abriéndose continuamente mientras escribía en la pizarra, las monjas rectas y gruñonas, las dulces y serviciales; y, como no, el uniforme, esa prenda que se tornó tortura por nuestros deseos de vestir de “particular”.
En mis primeros años escolares quise ser azafata, enfermera y maestra, como muchas niñas. Según crecía, cambié mis aspiraciones por la medicina, el periodismo, y el Derecho. También quise ser política, así lo llamaba yo; no sé qué tendría en la cabeza con 12 años, pero a lo más que llegué fue a delegada de clase.
Fui sociable, la “gafa cuatro ojos capitán de los piojos” que me hacía montar en cólera, y una zombie de Thriller en una fiesta de fin de curso. Pero había algo que nos etiquetó a unas cuantas durante mucho tiempo: ser mediopensionista, ni externa ni interna. Había niñas que dormían en el colegio porque procedían de familias con problemas, o porque su lugar de residencia estaba lejos; solían ser maravillosas, divertidas y con una calidad humana excepcional. Las externas eran todas las demás, que comían en casa y volvían a continuar la jornada de tarde. Y luego estábamos las que comíamos allí, y, salíamos por la tarde con el bocadillo de la merienda en la mano, ese bocadillo que nos volvía locas cuando tocaba de chocolate. Distinguir a tres grupos diferentes entre alumnas puede hacer que unas u otras se sientan mal, que no deseen pertenecer a ese grupo del que se avergüenzan o consideran de menor categoría; pero a mí me daba igual.
Pasé tantos años en aquel enorme recinto que podría contar muchas anécdotas, como casi todas las personas cuando volvemos la vista atrás. Afortunadamente fuimos a la escuela, y nos lo hacían recordar con las proyecciones de las filminas para que comprobáramos el hambre que pasaban en África y que interiorizamos de tal manera que no éramos capaces de dejar ni una miga de pan sobre la mesa. Si, ahí nació para muchas el sentimiento de culpa propio de las religiones, porque naturalmente acudir a un colegio segregado y de monjas tiene esos inconvenientes.
También pude comprobar por primera vez el vértigo. El balanceo de los columpios me hacía sentir náuseas y mareos relacionados con la altura y que yo atribuía a un miedo que tenía que vencer, porque tenías que socializarte, hacer lo mismo que las demás. Nadie quiere sentirse un bicho raro.
Una mañana al entrar en el patio nos dijeron que no habría clases porque había fallecido un Papa, y no lograba entender que las monjas lloraran por ello. Más tarde, durante una excursión a Portugal a otro Papa le dispararon, y volvieron a echar lágrimas, pero ahí ya sabía qué significaba ser el sumo pontífice. Nos grabaron a hierro la historia de la religión católica, el binomio premio-castigo, las brasas del infierno y las bondades del cielo.
Las cosas prohibidas iban desde comer chicle porque contenía petróleo, escribir con la izquierda, bañarte en un lugar donde lo ha hecho un hombre por temor a un embarazo, y muchas tonterías que las alumnas llegaban a creer.
Pero hay una historia singular que recordaré siempre, la aparición de la Virgen entre unos árboles del patio. Ese suceso corrió como la pólvora porque unas niñas presenciaron la aparición y todas iban en peregrinación a esperar el momento preciso en que se dejara ver de nuevo.
Una de esas niñas era yo. Un día, jugábamos tras la salida del comedor cuando se aproximó hacia nosotras la directora del centro -una mujer sobria, de cierto carácter, que más que respeto nos infundía miedo. Recuerdo su mirada inquisidora tras esas gafas terminadas en pico. Aún me produce desasosiego-. Nos preguntó si nos habíamos lavado las manos tras el almuerzo, y respondimos que no habíamos podido porque fuimos a ver a la Virgen. De ahí salió todo, tres o cuatro niñas asustadas, que en lugar de mentir y responder con un sí, inventaron una escena mariana. Todo se descubrió ante la insistencia de nuestras madres en que dijéramos la verdad, pero no recuerdo ningún castigo posterior.
Hoy tengo la certeza de que lo aprendido, para bien o para mal, nos ha servido a lo largo de nuestras vidas, para seguir formándonos como personas. Por eso estoy agradecida desde la primera vocal hasta la fiesta de octavo curso para celebrar que nos marchábamos de aquel lugar.