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Manuel ruiz

Hallar la casa, de Beatriz Viol (Endymion, 2018), II Premio Himilce de poesía escrita por mujeres, 68 páginas, ISBN: 978-84-7731-620-6, 15 euros

En el juego infantil del escondite, la casa es la pared, el poste o el árbol donde la niña o el niño que ha de encontrar a los que se han escondido, cuenta de espaldas –hasta diez, hasta cien-, con los ojos cerrados, antes de empezar a buscarlos. El que no se ha escondido tiempo ha tenido. Cuando alguien es descubierto en su escondrijo aún puede salvarse, si corre más que quien lo persigue y llega antes a tocar ese poste o ese árbol, convertidos en casa y refugio por las reglas del juego. En su lejanísimo origen el escondite, que los griegos llamaron jugar a la huida, servía como iniciación a la caza, es decir a la autonomía y a la supervivencia, en un tiempo en que aún éramos nómadas y la casa viajaba con nosotros, para perseguir lo que podía alimentarnos.

El hermosísimo último libro de poemas de Beatriz Viol, Hallar la casa, comienza extranjera en otro país, rebuscando los frutos caídos de un castaño que, en lo que también tiene de familiar, es el árbol-casa que nos acoge y salva de un juego con normas que no siempre pudimos escoger. El poemario no ahondará tanto en el motivo de esa migración –en cualquier caso, una necesidad- como en sus consecuencias más personales. Con una naturalidad que consigue compartir, sin aspavientos, esa mezcla de sentimientos de nostalgia, asombro, dolor o humildes felicidades que tantas veces produce ser extraña en el lugar donde se vive. Para empezar hay que volver a renombrarlo todo. Esa inmersión en un lenguaje virgen, sin connotaciones aún, sin desgastes, permite mirar con sorpresa lo cotidiano, como si acabara de inventarse para su uso.  Poner en duda la exactitud con la que los nombres señalan las cosas o las emociones, para empezar a acercárnoslas en su flamante descubrimiento. También para recontar las carencias, el denso espacio que ocupan. En su lugar, habitar un universo nuevo que se expande en el vacío. Escribe Beatriz Viol: “el vacío es libre. Se dispone a las posibilidades”.

Lejos de casa debemos procurarnos otra casa, ponerse a cubierto de la intemperie, que es el frío y los sentimientos que hielan -la soledad, la apatía, lo distante-, pero también los barrotes de “ignorar lo que una quiere”. Una jaula no es casa. Cuando asumimos que la ocupación de esas casas es temporal, otro tránsito más, no emprendemos grandes reformas, no las adaptamos  a nuestro gusto o a nuestras exigencias, sino que aprovechamos lo que esa provisionalidad nos proporciona. Hay una simplificación exigente con lo que acumulamos, por lo que nos podría entorpecer en la siguiente mudanza. Nunca lleven consigo nada cuya pérdida les resulte irreparable, aconsejaba –muy aproximadamente- ese escritor de guías de viaje que, en su particular huida del abatimiento, protagonizaba El turista accidental. En uno de los más brillantes poemas de este Hallar la casa, se enumeran unos objetos que recuerdan situaciones y personas que permanecen en su importancia. Es un baúl de tesoros verdaderos sobre una mesita de noche. A veces, de alguien, lo que recordamos para siempre es una emocionante nimiedad, porque la vida se endulza de momentos minúsculos: una conversación nocturna sobre el origen de la cerveza, un desayuno antes de viajar de nuevo, unos zapatos descoloridos por la lluvia. La amistad o el amor son lo contrario a la intemperie. Así, compartiendo su cercanía, nos presenta a sus propias “personas que se vuelven casa”. Esas personas preciosas que encontramos en nuestras diversas mudanzas –físicas o emocionales- y nos acogen, refuerzan, sostienen y alientan con su compañía. Que nos cuidan. También son tiempos para que los afectos ocupen una geografía cada vez más grande: “hemos de llevar muy adentro las casas que fueron los que ahora viven lejos”. Hallar la casa plantea una reflexión sutil sobre el sentido actual de pertenencia a una comunidad basada sólo en el territorio, que no incluya las relaciones que entretejemos. Ya no somos sólo de un lugar, como no están en un único sitio nuestros apegos. También el viaje nos cambia, como el tiempo fuera altera el lugar del que salimos. Ya es otro por sus pérdidas, ya nos sabemos diferentes en lo que hemos encontrado nuevo. Al cabo, propone reconocer en el propio cuerpo nuestra casa más estable. Una casa por habitar, cálida, colorida, confortable que, ocupada, “invite a la celebración”.

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