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Jaime pastor

Ilustración: pedripol

La burda apelación a la ciencia que estos días viene haciendo el presidente de Hazte Oír, con la pretensión de legitimar, o validar, los disparates que conforman la ideología tránsfoba que sostiene esa asociación, movería a risa si no fuese, primero, por la seriedad y preocupación con las que debe afrontarse toda manifestación de transfobia, y, segundo, porque en un sociedad desinformada acerca de qué sea en realidad eso que en occidente llamamos la ciencia, siempre habrá quienes acepten de buen grado cualquier patraña si se les presenta avalada por el marchamo de lo científicamente correcto. Por tanto, no me parece desacertado, al hilo de la actualidad, traer aquí unas reflexiones en torno a la utilización torticera del “Árbol del Bien y del Mal” como pretendido elemento legitimador de ciertos mitos que nos retrotraen a épocas que creíamos superadas.

Bien está que la publicidad comercial señale a menudo, de manera frívola y engañosa, que la bondad de tal o cual producto está “testada científicamente”, o “avalada por la comunidad científica”, etc., pretendiendo asegurarse con ello la fe ciega de los potenciales compradores de tales productos. Dejémonos seducir por tales artimañas, si eso nos hace transitoriamente felices como consumidores, pero no perdamos la conciencia de que, de ordinario, bajo la “garantía” de la cientificidad publicitaria suele esconderse un cúmulo de malentendidos y medias verdades que hacen que determinadas apelaciones a la ciencia no pasen de ser poco más o menos que un simple camelo. Y el éxito de este proceder publicitario sólo se explica por la deficiente formación sobre lo que realmente constituye la realidad y las múltiples connotaciones (sociales, políticas, cognitivas, éticas…) del conocimiento científico en el contexto de las sociedades de nuestros días.

No es casual, por tanto, que la transfobia —una pulsión arcaica y arcaizante— utilice un concepto de ciencia anticuado e insuficiente como elemento pretendidamente legitimador de sus ideas. También el éxito de la propaganda tránsfoba descansa en la desinformación inducida. ¿Que no te engañen, dicen? ¡Que no traten de engañarnos! La ciencia a la que apelan como criterio de legitimidad de su discurso tránsfobono existe. Dejó de existir cuando fueron haciéndose evidentes sus insuficiencias como instrumento para aspiraciones cognitivas nuevas y más amplias. Las tendencias (de intenciones, de método, de aplicaciones…) de la ciencia actual van en dirección contraria a la concepción que la transfobia parece sostener con la finalidad de legitimar su ideología.

Pero, ya digo, la ciudadanía de este siglo XXI ha sido intencionadamente privada (por acción u omisión) de la oportunidad de conocer el fondo, el significado profundo y las diversas connotaciones del fenómeno científico. Conviene aclarar que no estoy propugnando que la ciudadanía no experta en cuestiones tecnocientíficas deba familiarizarse, aun a niveles elementales, con los conceptos básicos o con los intríngulis matemáticos de la Física Cuántica, la Teoría de Cuerdas, o las consecuencias de la curvatura del espacio, por poner ejemplos que nos “suenan”. No, no es eso. Si bien es innegable la complejidad de estos conocimientos, y la fuerte dedicación y especialización requeridas para dominarlos siquiera sea parcialmente, ello ha sido una excusa para mantener un cierto distanciamiento totémico en torno al hecho científico en sí mismo y globalmente considerado. Distanciamiento que no ha dejado de ser aprovechado por ocasionales “sacerdotes de la tribu” (como ahora el presidente de Hazte Oír) para intentar legitimar lo que resulta difícilmente legitimable. Desde el punto de vista científico, pero desde luego también desde una dimensión ética.

Efectivamente, y en ello consiste la paradoja, la ciencia está ahí, cercana, omnipresente en nuestra vida cotidiana, incluso apabullante en su facticidad (sus realizaciones), pero desconocida en su más profundo sentido y en su más determinante significación. En un trabajo mío de hace casi una década me preguntaba al respecto: “¿Cómo es que la ciencia, un fenómeno fundamental, un hecho tan decisivo, un elemento tan definitorio de nuestro modelo civilizatorio, omnipresente socialmente, determinante de tantos aspectos de la vida cotidiana, de tantos significados cognitivos, intelectuales y culturales, de tan ya larga tradición, de tantas y tantas consecuencias profesionales, académicas, laborales, ambientales, económicas…, resulta a estas alturas tan escasamente familiar para esa misma sociedad en cuyo seno se desarrolla?” Porque lo que realmente —y casi exclusivamente— la ciudadanía percibe de la ciencia es su aspecto más evidente y llamativo: sus realizaciones, sus productos, por así decirlo. Pero la escasa e incluso nula actitud crítica con la que la ciudadanía “acoge” muchas de estas realizaciones, dan la medida de la indiferencia colectiva hacia las consecuencias y determinaciones de las mismas. Por el contrario, la eufórica actitud que adopta la sociedad ante el milagro laico de la ciencia-cornucopia produce una especial forma de ceguera: ya advertía Edgar Morin al respecto que “difícilmente nos damos cuenta de que nuestras ganancias inauditas de conocimiento se pagan con inauditas ganancias de ignorancia”.

Por todo ello, y aun a riesgo de caer en simplificaciones deformadoras, me parece oportuno traer a colación, resaltándolas, siquiera sean dos de las diferencias más significativas entre lo que podríamos entender como la ciencia actual (o más correctamente: las pretensiones y tendencias del conocimiento científico actual) y las características más destacadas de la ciencia llamémosle clásica para entendernos, cuya validez como instrumento de conocimiento terminó resultando insuficiente hacia mediados del pasado siglo XX. Para concretar y contextualizar estas diferencias, intentaré ponerlas en relación con los presupuestos y las afirmaciones que estos días están de actualidad en boca de la asociación Hazte Oir.

a) La ciencia de las esencias, como paradigma cognitivo, ha sido rebasada ya, mediante integración, asimilación y ampliación de horizontes, por la ciencia de las interacciones. La ciencia de las esencias (el esencialismo científico, para decirlo en términos gruesos) se reveló en su día reductora de horizontes: de ahí que para Hazte Oír, un pene sea un pene, y una vulva sea una vulva, conceptos “claros y distintos” cartesianamente hablando, que además sirven para determinar esencialmente (imperativamente) la conformación y desarrollo de una entidad humana hombre/mujer, sin que quepan enojosas dudas que vengan a complicar estas bonitas, redondas y definitivas clasificaciones de las esencias.

Las insuficiencias de este modelo científico empiezan a ponerse de manifiesto cuando las esencias consideradas salen de las cabezas que las piensan y aterrizan en el mundo real, entendiendo por ello el mundo de la sociedad, la cultura, el contexto de la vida… Cuando ese pene y esa vulva que anidan idealmente en las cabezas de los/las integrantes de Hazte Oír se encarnan y objetivan en un organismo vivo concreto, con una subjetividad y un entorno biológico/cultura/social/histórico concreto, el dato empírico (la realidad fisiológica pene/vulva) queda inevitablemente sometido a un entramado complejo de dinámicas, determinaciones, condicionantes, matizaciones, interrelaciones, constricciones…, etc. que conforman lo que podríamos llamar la vida, el ámbito del vivir personal, cotidiano e intransferible.

Esa red compleja de procesos eco-vitales es lo que precisamente pretende ignorar la ideología tránsfoba, al igual que la ciencia de las esencias se reveló incapaz de integrar en un modelo cognitivo global, ecológico, complejo…

b) De lo anterior se sigue que la nueva ciencia, contrariamente a la ciencia clásica, establece y se impone a sí misma como método irrenunciable la indagación transdisciplinar y multidimensional, lo que implica un acercamiento cognitivo no restrictivo a las realidades que se quieren considerar objeto de estudio e investigación. Se trata de integrar en las investigaciones los conocimientos y las expectativas de las demás disciplinas, así como no renunciar a priori a las distintas dimensiones implicadas en cualquier realidad considerada. La ciencia actual se alimenta y se enriquece respecto de la ciencia clásica mediante la integración de convenientes dosis de escepticismo, relativismo, provisionalidad, aproximaciones, incertidumbres…, y hasta modestia. Hoy, queramos o no, estamos abocados a vivir “la aventura pluralista”, en todos los sentidos y órdenes…

Los planteamientos tránsfobos de Hazte Oír suponen, al contrario, una restricción intolerable —por sus efectos perversos— de las distintas dimensiones y disciplinas implicadas en los asuntos sobre los que esta asociación se está pronunciando de manera torpe, parcial y sesgada… Una clara muestra de que el olvido de la complejidad que supone el fenómeno humano, ya se manifieste con pene o con vulva, genera monstruosidades indignas de sostener a la altura de nuestro tiempo. Un tiempo que exige más que nunca reforzar nuestra “religación ética” con nuestro prójimo, con nuestra comunidad, con la especie humana en definitiva… ¿Lo podrían llegar a entender así los/las integrantes de Hazte Oír?

Y para terminar estas reflexiones, comprimidas y seguramente incompletas, recordar que el conocimiento científico, la ciencia, no es una realidad espontánea en su funcionamiento y desarrollo, sino que es una realidad administrada desde diversas instituciones, de las que cabe resaltar tres fundamentales: a) la propia institución científica, cuya idea de divulgación de cara a su comprensión por la sociedad suele reducirse a la exhibición propagandística de los logros tecnocientíficos y a la ocultación de las inauditas ganancias de ignorancia que inevitablemente genera ella misma; b) la institución del Estado, cuyos gobiernos avalan la propia gestión enfatizando la diligencia con la que ponen a disposición de la sociedad aquellos logros; y c) los intereses económicos que confluyen en los mercados comerciales y financieros internacionales, primeros beneficiarios de los sustanciosos réditos que generan la ciencia y la tecnología.

Evidentemente, no es esta consideración de la ciencia la que parece tener en mente el presidente de Hazte Oír cuando apela a ella para legitimar su ideología tránsfoba. Pero lo más negativo es su alejamiento de una ética de la solidaridad humana… ¿No será el artefacto Hazte Oír un simple y tosco negocio con pingües beneficios para quienes lo administran? Eso explicaría muchas cosas…

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