Ilustración: The Pilot Dog
El inicio del nuevo curso escolar nos ha dejado algunas postales de regusto a satrapía, cerrazón de mollera, maquinaciones ignominiosas. El Corte Inglés ha decidido retirar su vídeo promocional del inicio del cole en el que aparecían dos padres varones forrando el libro de su hijo, después de que la organización ultracatólica HazteOír orquestara una campaña de acoso y derribo contra el spot. Estos prebostes de las buenas costumbres también han intentado tumbar los talleres sobre identidad de género que el Ayuntamiento de San Fernando, en virtud de su Plan Municipal contra la LGTBIfobia, ha empezado a desarrollar en los centros de educación primaria, públicos y concertados, de la localidad. Se ha organizado una activa reacción a cuantas iniciativas pueda poner en marcha la comunidad escolar contra el ‘bullying’ homofóbico y transfóbico. Reacción que se ha manifestado en forma de todas estas variopintas estampas que me han trasladado de golpe a la historia que Vargas Llosa nos contara en La ciudad y los perros, aquella esclarecedora novela que marcaría el inicio del ‘boom’ de la narrativa latinoamericana.
La ciudad y los perros, que transcurre mayormente en ese espacio disciplinario del colegio militar donde se conforman las jerarquías corporales que han de gobernar a posteriori la sociedad de los adultos, merced a un rígido código de incuestionable masculinidad, acaba con los responsables del centro mirando para otro lado ante la confirmación de que la muerte de uno de los alumnos, al que apodaban el Esclavo, había sido obra de otro alumno con un estatus de superioridad en esa jerarquía de los cuerpos y los géneros. Era la venganza por la delación en el caso del robo de un examen en el interior del colegio, perpetrada por uno de los alumnos mayores contra otro de los cursos inferiores, a los que el grupo llamaba significativamente “los perros”.
Pero, ¿por qué traigo ahora esta historia a colación? Porque ejemplifica como pocas, desde el punto de vista literario, el acuciante problema del ‘bullying’ o acoso escolar en los centros educativos, que padecen toda clase de niños o niñas que puedan ser identificados como “diferentes”, pero que castiga de manera singular al alumnado protogay, protolesbiana o prototrans. Según los informes que baraja la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales (Felgt), más de la mitad de estos niños y niñas ha sufrido acoso escolar en algún momento de su vida. Acoso que, como en La ciudad y los perros, ha acabado en demasiadas ocasiones con la muerte de la víctima.
Sin embargo, el ‘bullying’ se puede erradicar. El programa KIVA desarrollado en Finlandia ha acabado desde su implantación en 2007 en el sistema educativo finés con el 90 por ciento de los casos de acoso escolar en el país, y su éxito radica en que el foco de la actuación no son la victima ni el/los victimarios sino, más certeramente, los testigos del acoso, los que lo ríen, los que lo consienten, los que minimizan su gravedad, los que, como en el colegio de la novela de Vargas Llosa, optan por mirar para otro lado. En otras palabras, KIVA se ha centrado en desmontar las normas de relación que rigen el grupo.
En España, también se ha producido una bibliografía muy interesante sobre las características específicas del ‘bullying’ homofóbico o transfóbico, entre la que destaca la obra del sociólogo y activista trans Lucas R. Platero. Un ‘corpus’ bibliográfico que no invisibiliza ese problema que ha quedado sin resorte teórico en la vida escolar con la aparición de la LOMCE y la expulsión de la diversidad sexual de los contenidos curriculares, derivada de la supresión de la Educación para la Ciudadanía, y en cuyo magma jurídico se atrincheran organizaciones como HazteOír para obstaculizar la entrada en la vida de los centros de todo ese conocimiento producido en espacios liminares, en el sentido que los definía Foucault: como una zona que reúne los intersticios y márgenes de la estructura del conocimiento, es decir, posiciones sociales que no participan del orden imperante y que se relacionan con los niveles inferiores de las jerarquías de poder.
Los ultracatólicos preguntaban en San Fernando qué casos de homofobia o transfobia se habían detectado en sus centros escolares para poner en marcha aquellos talleres de sensibilización que ellos percibían como la persistente amenaza de los patrocinadores de la nociva “ideología de género”. Y yo me pregunto cuántos suicidios de adolescentes gais, lesbianas y trans se han de producir antes de que las autoridades educativas actúen sobre este problema y dediquen recursos a erradicarlo. Cuántos y cuántas Alan, Jokin, Carla han de quitarse la vida para que esté plenamente justificado volver la mirada sobre el problema, para tener voluntad de detectarlo y de prevenirlo.
Desconozco si la poderosa empresa que fundó Ramón Areces, y que ahora dirige un ejecutivo con conexiones con la Falange, ha sentido amenazada su cuenta de resultados por la virulenta reacción de HazteOír ante la imagen de aquella pareja gay que preparaba la vuelta al cole de su hijo, y que por eso ha retirado el spot, como se jacta el grupo ‘familiarista’ y ultracatólico, o si solo lo ha hecho porque ya había acabado la campaña. Lo cierto es que vídeos de campañas anteriores a la vuelta al cole siguen alojados en la web de la firma comercial. Además, el talante progresista de El Corte Inglés ya estaba puesto en entredicho desde antes, cuando ya exhibía en su librería manuales orientativos para “tratar la homosexualidad” pero donde todavía no hemos visto obras como las de Platero u otras similares.
La connivencia en este país del gran capital con las fuerzas más oscuras de la religión, y su inconmensurable omnipresencia en la vida escolar, no es nueva, pero debe ponerse en el punto de mira, para que los niños y niñas gais, lesbianas y trans, que, no olvidemos, pueden ser los hijos e hijas de cualquiera que lea este artículo, dejen de ser “las perras” de sus colegios.