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Fotografía: Jesús Massó

La nueva culpa judeocristiana se llama karma. No es que quiera joderle la espiritualidad new age a nadie. Es que es así. Al final casi siempre hay alguna razón egoísta para no andar todo el día alegrándote de que el cargante de enfrente se pegue un piñazo. Casos de bonhomía congénita aparte -que los hay. Pocos, pero los hay-, la mayoría de los hóminus comunimus -sí, me lo acabo de inventar- no procuran el mal a los demás no vaya a ser que se les vuelva en contra. Es la bondad interesada por la que, de repente, ser malo se convierte en una amenaza para integridad propia; una suerte de bumerán energético con poderes multiplicadores. Un efectivo mecanismo que no vale solo para creyentes de cerebro blando, los racionales te dirán que desear el mal sólo crea mala frecuencia, estrés, milésimas de energía negativa susceptible de crearte un cáncer. Cáncer, oh, dios.

Algún antropólogo -cuánto saben, cuánta envidia me dan- hablaría de procesos de autorregulación social, de convenciones morales para que una comunidad no se fagocite a sí misma a golpe de meterse unos y otros el dedo en el ojo. No digo que esté mal, para nada. Además, ¿quién soy yo para que me juzguen si no quiero ser juzgada?*. Al final, las comunidades, como los seres vivos, sólo aspiran a sobrevivir. Al final, si uno se pone en el extremo utilitarista, mecanismos como la culpa o el karma, funcionan como estrategias de coacción, evitando que nos relamamos las babas por ver cómo al de enfrente le ocurre una desgracia cósmica o incluso, y aquí entramos en el capítulo de los malos malísimos, participando para que eso ocurra.

Para dejar fluir nuestra humana factoría de mala leche sin poner en riesgo nuestra vida, es decir, para que la culpa -o el karma- no sean una amenaza o una puerta abierta al cáncer, el ser humano ha desarrollado sus propias casuísticas perdonavidas. La mayoría de ellas tienen que ver con la ideología, un mecanismo de lavado de cerebro de magnífica efectividad con una extraordinaria propiedad ontológica: es capaz de desbaratar los posicionamientos ajenos y encontrar mil formas de justificar los propios.

En nombre de la ideología, la mayoría de nosotros conseguimos tener un poquito menos de miedo de alegrarnos de que joda el otro. Buenos y malos, izquierdas y derechas, honrados y ladrones coinciden en bailar sobre la tumba del opuesto sólo si ese opuesto amenazaba mi manera de plantearme el mundo. Es por eso que sólo es sangrante que quemen la bandera propia, es por eso que hay árbitros a los que les vendría bien un buen sopapo o benefactores propios que para otros no son más que mafiosos. Todo depende en qué lado del tablero te sentaste y qué te tocó en el reparto de cartas.

Beneficiada por el principio activo de la indulgencia, la ideología es el complemento perfecto para dejar salir nuestra patita, a veces sospechosamente peluda y acabada en pezuña. Un comodín perfecto,  salvo en aquellos casos en los que la ideología la líe muy parda y no haya por dónde cogerla. ¿O sí? Definitivamente estoy contaminada por la mía propia y el redutio ad hitlerum. Definitivamente, algo me pasa porque bien que encerraría a esa panda bisnietos de las SS que brotan como hongos por Europa y tiraría la llave. A ver cómo se lo explicaría a sus padres, a sus novias, a sus hijos…

The witch is dead cantaban los enanitos alrededor de Dorothy. La mar de contentos todos de acabar con la tiranía. A su hermana la verde ya le hizo menos gracia. He aquí dos formas de estar sobre el tablero. Es lo que tiene la vida, y la muerte. En Miami se deshacen en improvisado carnaval. En Cuba se organiza un adiós solemne. En España, unos hacen memes del caloret definitivo y otros se cuelan en un funeral a sonarse las lágrimas de cocodrilo. Repito, es lo que tiene la muerte: toda una oportunidad de lavarse la cara, la propia y la del difunto.

Personalmente, nunca me he alegrado de que alguien deje de estar vivo. La mayoría de las veces, admitámoslo, por un poco de canguelo hindojudeocristiano, pero otras, por la razón contraria, por esa absolución ideológica que me deja usar toda mi mala baba. Porque la parca es un atajo para evitar escarnios y cuando mis opuestos están sobre la palestra no quiero que nada les saque del tablero. Quiero terminar la partida. Llevar a la bruja a la plaza y pedirle explicaciones. Llámame cruel, retorcida, lo acepto. La inesperada muerte de la Dama del Este habrá desgarrado a los suyos que todos los tenemos, habrá suscitado bromas de la izquierda gamberra –la que luego se indigna si se es cruel con sus propios mitos- pero, llámame bestia, sospecho que los que alzaron las copas junto al camino amarillo fueron los que estaban a su mismo lado del tablero.

*Véase, el mismito proceso egocéntrico pero aplicado al campo del escarnio

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