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La irrupción de los movimientos de ultraderecha en el ámbito político de Occidente parece estar ocupando un lugar preponderante en los últimos tiempos, dejando sin fundamentos básicos los pilares en los que se sustentaron los estados democráticos modernos. El fenómeno tiene claramente una conexión intrínseca con las oleadas de crisis económicas sufridas por Occidente desde el comienzo del siglo XXI cuyos efectos devastadores en la ciudadanía han ido socavando y destruyendo los ideales democráticos de participación, representación y progreso hacia el bien común. La austeridad económica impuesta desde cúpulas de control macroeconómico sobre los gobiernos nacionales para conseguir los estándares propios del mercado capitalista creó hace unos años una brecha, impensable en décadas anteriores, entre sectores de la población empobrecidos y abandonados por el estado de derecho y minorías enriquecidas rápidamente, en progresión geométrica, que ejercen la autoridad y controlan no solo el mercado sino también las instituciones tradicionalmente consideradas ajenas al poder macroeconómico.

La clase media, que había sido empoderada económica y socialmente en el siglo pasado, ha sido testigo en los últimos años de la descapitalización de su estatus y de la pérdida de condiciones laborales y derechos civiles, anteriormente dados por hecho como garantía del estado del bienestar. Estas democracias burguesas se han ido transformando en dispositivos para la regulación neoliberal de los estados cuyo objetivo principal es debilitar el control de la democracia representativa y colocar en su lugar una teoría del mercado que produce inmediatamente la separación entre la economía, nunca más en relación con los proyectos nacionales, y la política, dominada ahora por las rivalidades entre corporaciones supranacionales. En esta situación de desapego entre los diferentes sectores sociales y de divorcio entre la ciudadanía y la política, las directrices que se van instaurando se asientan en el pensamiento individualista que aborrece la colectividad y el sentimiento comunitario imprescindible para el bienestar social, de manera que se construye una idea de insolidaridad y desarraigo tan expandida que finalmente afecta a los idearios democráticos mencionados anteriormente.

En este estado de cosas, el ataque a las diferentes ideologías inclusivas de fases históricas previas a este debilitamiento democrático siempre gira en torno a la hegemonía supremacista que tiene conexiones claras con la masculinidad patriarcal, heroica y nacionalista que parece haber tomado la bandera de estos tiempos. Fenómenos como el antifeminismo, la LGTBIfobia, el racismo, el españolismo, o el nacionalcatolicismo, no solo generan un conflicto social interesado y polarizado sino que de alguna manera está asentando la idea del macho como especie que no debe extinguirse en esta sociedad que la izquierda ha transformado en caos. Si desde los 80 los sociólogos y antropólogos advertían sobre la masculinidad tóxica que negaba todo cruce con lo femenino, en estos momentos de la historia esta amenaza se ha personificado en los gobernantes, los representantes y los afines a regímenes ultraconservadores.

La descompasicion de las democracias occidentales y el retorno de la masculinidad hegemonica
Fotografía: Jesús Massó

La guerra, la competición, y el poder absoluto ha vuelto de nuevo a componer los discursos políticos que menosprecian a todos los que se quedan al margen (mujeres, lesbianas, gays, inmigrantes, pobres, discapacitados, alternativos), por su propia condición de caer en el otro lado de esta hegemonía.

Y en este estado de cosas, la ciudadanía, la que no tiene poder económico ni político y que en cualquier momento puede ser despreciada por el régimen ultra como presunto objeto de conflicto, se encuentra sola y desarbolada ante la clase política, que no lo mira ni lo atiende, impotente ante las instituciones que antes ofrecían una sensación de protección y ahora la maltrata y la empobrecen. No es difícil entender que, obrando en consecuencia, esta ciudadanía desconcertada y pobre desconfíe del estado en general, y de la democracia en particular. Dicen algunos expertos (John Weeks, Economía del 1%: Cómo la economía dominante sirve a los ricos, oscurece la realidad y distorsiona la política, 2014, Anthem Press) que la actual marea autoritaria en Europa y Estados Unidos viene de los excesos generados por la competencia capitalista, desatada y justificada no por el fascismo sino por el neoliberalismo, que tiene visos de sentido democrático por la idea del ‘libre mercado’ que tendría forzosamente que formar a ciudadanos/as libres. Sin embargo, la libertad en este discurso ha perdido todo sentido relacionado con el bien común de las sociedades y, tal como demuestra en el ensayo, el capital, como gobernador absolutista totalmente divorciado de los gobiernos nacionales, ha alimentado las dictaduras políticas abiertamente autoritarias, sin disfrazarse de adornos democráticos y simbolizadas por la heroicidad guerrera, cruel y demoledora de la masculinidad tóxica de la que ya muchos líderes políticos ni se avergüenzan sino que la cacarean mientras miles de pobres los enaltecen. Un mundo distópico con todas sus letras.

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