“Vete y vive allí como una turista, como una extranjera, no te olvides de mantener esa mirada”. El atardecer caía en una de esas terrazas que cada verano cambian de nombre en el Paseo Marítimo. A aquel poeta le gustaba bromear con sus años de experiencia “Tú hazme caso a mí que yo tengo edad para ser tu padre”, soltaba con su particular risilla. Entonces pensaba en la posibilidad de irme y me parecía remota. En Cádiz todavía germinaban proyectos, horizontes abonados de dinero institucional y subvenciones europeas. Yo, como muchos otros, pensaba que El Dorado -cinco diarios, tres oficinas para lo mismo, acogida de profesionales de otros latifundios, exposiciones inmensas- era algo estable. Pasaron los años, las crisis bancarias, los bicentenarios, las explosiones ciudadanas, los sueños rotos y los todavía vivos, varios rótulos para dar nombre y efímera decoración a esa misma terraza que, de niña, servía bandejas de patatas fritas que merecían haber sido eternas. Y finalmente me fui. Me trasladé a la otra punta a vivir con ojos de extranjera. A empezar a ser otra, porque allí descubriría que todos somos las ciudades que habitamos y todas las ciudades terminan siendo un poco nosotros. Igual de extrañas, igual de propias.
Mirar con ojos de foránea no me ha costado tanto. Ayudan el idioma nuevo, la guerra de banderas y un territorio al que, con la insolencia de la que llega nueva, he escudriñado en cada renuncio, percibiendo cómo se construye el relato contemporáneo de un pueblo de tanto repetir lugares comunes y machacar etiquetas. Mediterráneo, emprendedor, moderno, europeísta, trabajador, muy de lo nuestro…
Con las gafas de turista es fácil desvelar las trampas del lenguaje ajeno, los trucos de mago cobijando semejanzas. Detectar –para luego debatir y pelear- que no existe un gen para el emprendimiento, que no se ha descifrado el ADN de la Hominis Simpathía, que todo tiene que ver con la costumbre, las oportunidades, la escuela, el pan de cada día, la lengua… Esa realidad que se construye, que otros construyen -¿no había estudiado yo justamente eso?-, a costa del lenguaje mágico de las identidades, de esa subpropaganda que peina la vida de los territorios. La que a unos los hace creerse merecedores de todo, la que a otros los hunde en la más conformista de las miserias.
Y un día, mientras vas y vuelves cambiando de piel y de gafas, te das cuenta de que cada vez te cuesta más quitarte esa inquisitiva mirada del que se ha quedado esperando fuera. La insolencia de la extraña que ha tomado conciencia de la escala del mapa, del matiz de los acentos, del truco de significados. Un agresivo foco para revelar los andamios que, esta vez, no descubren los decorados ajenos, sino los propios.
Demasiado mayorcita -y demasiado materialista- como para no saber de dónde salen esas etiquetas; un día te sientas desnuda delante de tu propio espejo trucado y, por primera vez, te preguntas si no hay nada más allá del arrastrado destino de nuestros significados. Te preguntas quién los puso y por qué. Si no hay posibilidades nuevas, un color distinto, un lenguaje que aún nadie haya hablado nunca, un futuro diferente fuera de estas cartas marcadas, del desigual reparto, de la desmemoria selectiva y la desindustrialización, de los velados complejos de inferioridad disfrazados de sonrisa y soñolencia. Pequeñas traicionescolectivas, diminutas envidias, mezquindades de aldea pequeña en un espacio de posibilidades inmensas.
Es entonces cuando, por primera vez, pienso en esos que azuzan el cambio y les imagino como meigasalimentando una pira de fuego. Una pequeña hoguera de designios y ruindades de ciudad cansada, dejada de ir, demasiado vieja. Veo a la cohorte de resistentes arrojando estructuras a las llamas y la piel, descreída, se me eriza. Dejo de verles como les he visto hasta ahora, afónicas piezas inarmónicas en la partitura total, y reconozco sus caras al otro lado del fuego intentando incendiar las mochilas que tanto pesan. Calidad de vida que no es vida, miseria milenaria, ciudad que sonríe, lo dijo otro poeta, con mandíbula desdentada, mientras le roban el pan y el circo. Veo a esos agentes de la resistencia reponiéndose del empujón vecino, inventando un nuevo punto de fulcro en el que ensayar otra vuelta.
Son como minúsculas piedras en el engranaje, a menudo rotas por efecto de la presión y los elementos. Las de aquí a veces terminan convertidas en arena. Aspiran apenas a hacer renquear la máquina. Polvo de estrellas que se renueva en forma de argamasa,cemento para que las mezquindades de siempre las derriben una vez y después otra. Un grupo de hombres y mujeres empeñados en salir airosos de una lucha contra estas trampas invisibles, peligrosas,sobre todo, porque el pacto tácito es hacer como que no existen.
Hablo de luminosos desenterrados de memoria, de directoras de orquestas ciudadanas, prestidigitadores culturales, de diminutos creativos de cuentas gigantes, de creadores de patentes entre salitres, de escritores construyendo escuelas, emprendedores de creatividad sin tregua, empresarias de piel elástica que se refunden como la arcilla, burócratas con alma de freelances, políticos de cambio -que los hay- con auténtica voluntad de paso… Reconozco hoy el mérito tras sus caídas irredentas. El olorcillo de su pira que a veces flaquea. La valentía detrás de cada proyecto que es una muesca en esta identidad indolora de pueblo que no se queja, de pueblo que se conforma. La sonrisa congelada, el chiste fácil, la careta.
Les conoces, les ves levantándose, sacudiéndose el polvo para intentar cambiar la baraja. Les juzgas, es gratis, reivindican por ti nuevos arcanos, denuncian por ti las marcas en los naipes y las trampas del juego de manos. Desde el otro lado ríen los que quieren que nada se mueva. Y esperan. Bajo el nuevo rótulo de la terraza, me ajusto las gafas y me descubro ante ellos. Cruzo los dedos para que no les ahogue nuestro lodo indolente, nuestra identidad oxidada, la crítica fácil, el ceniciento orgullo. Para que no les tapemos la boca,otra vez, con una de nuestras inútiles etiquetas.
Fotografía José Montero