Fotografía: Jesús Massó
El idilio de Cádiz con el mar es tan antiguo como su propia historia. Por el mar arribó y partió el esplendor de una urbe marinera, cultural, mercantil e industrial.
El mar sirvió de arma de resistencia, allá por 1812, cuando las Cortes Generales promulgaron en Cádiz la primera Constitución del país, con la que se conquistaron derechos tan elementales como el sufragio universal, la soberanía nacional, la separación de poderes, la abolición de la Inquisición y la libertad de imprenta e industria, entre otras promulgaciones.
Antes, y mucho antes de aquel momento, entonces y ahora, la bahía de Cádiz se sirvió del mar y de su situación estratégica para sobrevivir y renacer. Probablemente, ni el ayer, ni el mañana de Cádiz serían el mismo sin la industria que gira en torno a su bien más preciado: el mar. De ese buen o mal aprovechamiento, siempre se produjo su grandeza o su declive, como lo demuestra la historia o los momentos actuales.
Representa un suicidio laboral, social y económico ofrecer la espalda a nuestro principal recurso. Bajo ningún concepto se debería abandonar, o adormecer, el conjunto de actividades productivas derivadas de las aguas que nos rodean, como son: la industria naval, los puertos de la Bahía, la pesca -hoy desarrollada además en la acuicultura- y las diversas actividades deportivas y recreativas emanadas del mar. Como ahora nos lo demuestran las bondades sociales, económicas y culturales obtenidas por la Gran Regata.
La metrópolis gaditana, compuesta por esas cinco ciudades acariciadas por las cálidas aguas de su Bahía y bañadas por las del Atlántico, portadoras del mismo ADN geográfico, histórico, cultural e industrial, se enfrenta al momento histórico de tener que defender, o defenestrar lo suyo. Y si decide enterrar su historia, estará condenando su futuro.