La ola que llegaba a la orilla portaba un aullido de parto de una madre neolítica y un rayo verde que produjo el último atardecer de un año bisiesto. La siguiente, depositó en la arena un suspenso en geografía, un beso primerizo y el suspiro de amor de una monja franciscana. Durante la penúltima pleamar del verano, el desfile de las olas vació en la orilla el saco del tesoro milenario de la Bahía.
Con la bajamar siguiente, cada ola fue recogiendo los presentes que aún quedaban en tierra: una se llevó el suspiro, la otra el dolor y el beso y así hasta que tras retirarse la última, sólo quedaron la orilla limpia y el agua clara.
La pausa apenas duró un segundo infinito.
Cuando el runrún mágico anunció que comenzaba la pleamar postrera, una párvula legión armada de cubitos y palas esperaba ya ansiosa la nueva lotería del mar.
Texto: Juan Rincón

