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El tercer puente reducida 03

Lo decía Einstein, y teniendo en cuenta que está considerado como un genio, deberíamos hacerle caso: si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo. No me gustaría admitir que, como rasgo cultural, lo nuestro es ser contumaces en el error, aunque viendo cómo nos repetimos me cuesta trabajo encontrar otra explicación para esa dependencia de un mundo heredado que manifestamos con una devoción insólita.

Sólo así se explica que en las últimas décadas el poder formal se haya instalado en Andalucía sobre la misma estructura rural que heredamos, o que sus actores sean quienes decían representar a la “progresía” de esta tierra. Sobre estas bases comenzó a tejerse una malla social tan tupida como la de la vieja España retrógrada y oscura, pero ahora en nombre de un supuesto desarrollo con el que se quiso hacer invisible su característica más clara: su estructura y esencia clientelar.

La pirámide del poder deja claro quién está arriba y quién abajo, quién se debe a quién, y hasta puede que también qué se espera de cada cual. Para sus integrantes es importante mantenerse en “su” nivel —de poder, de ignorancia, de ambición—, de manera que pueda desarrollarse sin sorpresas una trayectoria de velocidad reglada y de meta segura.

Lo vemos en las imágenes de actos públicos, de reuniones y saraos, donde dominan como protagonistas de la acción los enchaquetados, aquellos que fueron seleccionados con criterios ocultos en su momento, aunque resultan evidentes cuando ya has contemplado muchas veces las mismas escenas. Y sí, son hombres, siempre hombres —ahora de alrededor de la cincuentena—, escasamente formados, muy populares, buenos relaciones públicas y casi siempre de origen rural. Pareciera que son fruto de un proceso de selección prefigurado que buscase reunir a muchos individuos de las mismas características. Tienen tanto que agradecer que la lealtad en ellos no es un mérito sino una forma de entender la vida orientada a no caer jamás, a mantenerse, siempre cumpliendo condiciones no escritas como la de no destacar nunca por encima de tu superior, o la de no desafiar las leyes de la verticalidad. Los elegidos se mueven en un mundo de rumores e intrigas que se fortalece, que se reproduce y que paraliza cualquier otra acción. Aceptan la coacción o dominación incluso de forma agradecida por recibir favores que si hubiera justicia probablemente no serían ni necesarios.

Del otro lado está, sin duda, nuestra conformidad, la fragilidad que evidencian nuestras convicciones cuando nos sentimos obligados a encajar en la opinión de la mayoría, o de la mayoría que se expresa. Y otros fenómenos sociales como la envidia, ya sea por provocarla o por el dolor de la comparación: mientras condenamos cualquier logro, hacemos que los mediocres se sientan superiores.

Llevamos décadas alabando y aplaudiendo en Cádiz a hombres de ese perfil que se hacen populares, gestionan sus relaciones públicas y se marchan a importantes cometidos sin volver la vista atrás. Son políticos, empresarios, directivos de todo tipo que se enorgullecen de ser del clan de Cádiz, aunque nunca hayan usado su posición para impulsar esta tierra. Solo regresan para exhibir su nuevo estatus, para hacer gala de camaradería con los suyos, para mantener las relaciones a las que tanto se deben.

Lo terrible es que nadie relacione todo ese estilo promocional con el capitalismo clientelar, ese que no distingue el amiguismo de la corrupción, y que reduce la productividad y el crecimiento económico de forma inversamente proporcional a la dependencia del clientelismo. Tampoco lo relacionan con el bajo perfil de los directivos de las empresas (el Banco de España dixit) ni con la lógica que nos hace promocionar a mediocres.

Fotografía: Juan María Rodríguez

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