Ilustración: The Pilot Dog
Inútiles resultaron los esfuerzos del Ayuntamiento de Barcelona por apaciguar los ánimos, conscientes de haber prendido la mecha ellos mismos al colocar en el exterior del Centro Cultural del Born una estatua ecuestre del Generalísimo. Cantado estuvo desde el primer instante que dicha obra, integrada dentro de la muestra Franco, Victòria, República, Impunitat i Espai urbà, no llegaría sana y salva a la clausura de la exposición. Su sola presencia había zaherido la dignidad del barrio, ganándose de paso el rechazo de una gran parte de la ciudadanía.
Por más que el equipo organizador recalcó hasta la saciedad que la estatua del Caudillo formaba parte de una reflexión más amplia sobre la impunidad del franquismo, nada pudo evitar que ésta monopolizara la atención de todos los visitantes, haciendo que algunos acudieran a su encuentro con el ánimo encendido. Ni siquiera el hecho de que la estatua ya hubiera sido decapitada durante el tiempo que permaneció guardada en un almacén municipal, apiadó a quienes ya habían decidido dar rienda suelta a una espontánea y muy particular protesta activa.
Durante los escasos cuatro días que estuvo expuesto, a Franco le fue cayendo encima la que no le cayó en todos sus años como Jefe del Estado, o sea, la de Dios es Cristo (y no Rey precisamente). Botellazos de cerveza, una puerta de balcón, una cabeza de cerdo, una muñeca hinchable y una estelada, así como huevos, tomates y mucha pintura, entre rótulos ofensivos y salpicones. Y todo para que cuando la regia estampa del Vigía de Occidente parecía ya más una instalación de ARCO que otra cosa, tres individuos sin identificar, pero con nocturnidad y alevosía, hicieran realidad lo ocurrido en L´Estaca, el viejo himno antifranquista de Lluis Llach, tumbando al podrido dictador con la suma de sus fuerzas. Y es que pocas cosas ponen más cachondo a un catalán de pro que la materialización colectiva de una metáfora.
Pero si algo puede afeársele a esta acción grupal, es que a Franco lo echaran abajo dando al traste también con su montura. Con lo concienciada que está la sociedad catalana con el tema del maltrato animal. Máxime si tenemos en cuenta que todo coincidía con la resolución del Constitucional de volver a permitir la fiesta nacional en Cataluña. Pobre figura equina, siempre rota, siempre víctima inocente, siempre un daño colateral en todo drama simulado, ya sean los toros, el Guernica de Picasso o una expo de la Colau.
Pero, bromas aparte, se pueden sacar algunas conclusiones útiles de toda esta trifulca. La primera y más importante, es la urgente necesidad de no posponer por más tiempo la retirada definitiva de los símbolos franquistas en este país. En mi opinión, la indignación y el posterior rechazo que terminó por hacer inviable la presencia del dictador en las calles de Barcelona, aún bajo el auspicio de denunciar sus innumerables crímenes, es de aplaudir. Hay que tener muchas tragaderas para pasar junto al señor que fusiló a tu padre o te arruinó la infancia y no lanzarle un zapato a la cara. Y ole por eso, porque este derribo debería hacernos pensar a todos.
Que a día de hoy, tras más de cuarenta años, Franco siga con la pata cómodamente estirada en su Valle privado de la sierra de Madrid, después de las tropelías que cometió, no es algo de lo que podamos estar orgullosos. Y esta es solo una de las muchas ruedas de molino con las que tuvo que comulgar nuestra transición democrática. Porque es más que curioso que, llegado Franco al poder, se permitiera modificar a las bravas todas las estructuras del estado para adaptarlas a su capricho, y que por el contrario, a su muerte, los cambios fueran siempre tan lentos y faltos de valentía.
La democracia en España nació con mucho miedo, siempre bajo la amenaza de otro golpe militar, por eso es que tragamos con casi todo. Si incluso yo mismo recuerdo haber salido a la calle, a celebrar una Ley de Amnistía que dejaba en libertad a unos pocos presos políticos cuyo delito había sido repartir octavillas del P.C.E, a condición de correr un estúpido velo sobre los crímenes y criminales de la dictadura. Un verdadero tocomocho.
El resto de la transición nos la colaron como modélica, y durante un tiempo nos tragamos ese anzuelo. Pero la familia Franco, por ejemplo, convivió entre nosotros con absoluta normalidad, en un caso sin precedentes a la muerte de cualquier otro dictador de la historia. Aún hoy en día mantienen muchos de sus privilegios sociales, y jamás se vieron forzados a devolver el botín de su saqueo. Y pensar en cuántos de nosotros creímos que el “Lo dejo todo atado y bien atado” del último discurso del Caudillo, era la ida de olla de un viejo que chocheaba.
Que la existencia de una Ley de Memoria Histórica en activo no impida que el Partido Popular vuelva a gobernarnos sin haber condenado el franquismo, no ayuda en este sentido. Tampoco lo hace el que en muchas ciudades y pueblos (españoles todos), el callejero franquista continúe en activo, ni la permanencia en nuestro suelo de cientos de fosas comunes repletas de desaparecidos. Se trata de una completa anomalía histórica, algo que hemos acabado por aceptar como un hecho normal sin serlo en absoluto. Es como si se nos hubiera borrado la memoria, o todo nos importara un comino.
Ernest Hemingway, el airado autor norteamericano cuyo paso por nuestra Guerra Civil como corresponsal hizo que se declarara un absoluto detractor de la figura de Franco durante el resto de sus días, escribió una vez: “La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre”. Y Franco no fue nunca alegre, tampoco lo fueron sus secuaces. Por eso es esencial no solo acabar con la impunidad del franquismo, también con la tristeza de sus símbolos, manteniéndolos alejados de nuestro entorno.