Llevo unos días en los que me asedia una marea de incógnitas que no soy capaz de despejar y voy a aprovechar esta ocasión para compartir mi frustración con vosotros y vosotras. Y además, gratis. Aunque antes me gustaría plantear unas cuestiones sencillas:
¿Os gusta el hummus o sois más de cochinillo al horno? ¿Una buena pizza margarita o mejor unos rollitos de primavera y una docena de piezas de sushi? ¿Sois amantes del r&b, el jazz y/o el blues? ¿Os cubrís la garganta del frío poniente con una kufiyya -un pañuelo palestino- o quizá usáis un turbante como manera ‘cool’ y moderna de recogeros la melena? Si respondéis afirmativamente a alguna(s) de estas preguntas -en mi caso, así es- pasáis a la siguiente ronda.
¿Sois de Oriente Medio, Segovia o Nápoles? ¿Habéis nacido en alguna parte de China o Japón? ¿Tenéis un pasado como recolectores de algodón esclavizados en alguna campiña del noreste de los Estados Unidos? ¿Os han bombardeado vuestra casa los israelíes o quizá sois seguidores del sijismo? Si respondéis afirmativamente a alguna(s) de estas preguntas -en mi caso, no es así-, enhorabuena (excepto a esclavos, bombardeados y refugiados). Lleváis vuestras raíces, cultura y creencias allá donde vais, con el fin de expandirlas y enriquecer al resto de vuestros coetáneos. ¿O no era también esa una de las ventajas -por desgracia, menospreciada- de la globalización y el consiguiente intercambio cultural entre naciones?
Hay dos palabras que, unidas, plantean justamente lo contrario: apropiación cultural. Su simple uso conjunto ya es una aberración. La cultura, en general, no tiene dueño. Al menos, no debería tenerlo. Las composiciones, ya sean musicales, literarias, gráficas y/o cualquier recurso artístico creado en el desarrollo de su actividad sí, porque son una creación personal. Pero la identidad cultural es -y debe ser- tan libre como la identidad sexual o la identidad de género. La posibilidad de identificarnos con cualquier cultura de otra parte del planeta no es sino una virtud de nuestra globalización y no debemos minimizarla, porque es la única riqueza que aún podemos repartirnos libremente.
Sin embargo, no son pocas las voces que se desgarran en grito contra Rosalía y demás artistas contemporáneos bajo la acusación de mancillar la cultura y tradiciones andaluzas, por citar un ejemplo de actualidad. Este posicionamiento -siempre más arraigado en entornos conservadores- se asemejaría demasiado a una especie de ‘nacionalismo cultural’, en el que excluir de nuestra cultura a aquellos que no consideramos dignos. Y recuerden bien que los nacionalismos ‘de derechas’ no son constructivos porque son ‘de derechas’ y los nacionalismos ‘de izquierdas’ tampoco lo son porque son ‘de derechas’.
Dicho esto, no consigo entender cómo, en estos tiempos tan convulsos -política y económicamente-, la izquierda sigue cayendo en el error de llevar como armadura esa piel tan fina y, cómo esgrime la corrección política. Cierta izquierda plantea su lucha abanderando el bienquedismo y no parece percatarse de que está construyendo un camino moralizante hasta unos límites en los que su propia satisfacción ética se ha vuelto suicida.