Fotografía: Jesús Massó
Todavía estamos a tiempo. Todavía podemos si no salvarnos al menos salvarlos, al menos salvarlas, al menos rescatar cada cuchillo de esperanza, cada disparo de tierra mojada, cada castillo de agua, cada fiesta de sirena, cada asamblea de horizontes recién paridos y ponerlos en las manos de los niños. Todavía podemos salvarnos, o al menos dejar que nos salven. Porque tenemos semillas, tenemos el vuelo, un poderoso semillero de alas que nos permite construirnos de nuevo. Una herramienta tan viva, tan frágil, tan poderosa que debemos cuidar con el mimo de pluma preciso, con la punta de flecha adecuada, con la escamosa caricia del pez. Tenemos que cuidarnos. Tenemos que cuidarlos. Tenemos que cuidarlos porque los niños son la clave, la semilla, las alas. Los niños son la ciudad que se construye. Los niños son el tiempo que nos espera.
Desde las azoteas más rojas y con la mirada perdida de siglos esta anciana ciudad continúa encogiéndose de hombros bajo los pies diminutos de cada niño que la pisa, bajo los enormes zapatos sucios de los viejos que la pisotean. Desde la casapuerta más amarilla y con los brazos cruzados de siglos la ciudad se sienta al fresco a contarse las arrugas de las manos con el delantal puesto y un griterío de niños y escaleras jugando a la videoconsola o luchando por el cuerpecito enclenque y negro del mando de un televisor que nunca calla.
Hablamos de educación, hablamos de libertad, hablamos de comodidad y hablamos de respeto, (ese modito que se dice en mi pueblo). Hablamos de muchas cosas que suponemos a los niños, sin tener demasiado claro qué es la educación, qué es la libertad, qué es en definitiva ese modito ni para quién lo queremos.
Conozco niños temiendo el uniforme azul que les espera en septiembre y conozco a otros deseándolo con la fiereza de una gata en celo. Algo estamos haciendo mal, algo le estamos robando a los niños, algo que pareciera que nos da miedo de ellos. Ahí reside el misterio. Los niños se construyen no crecen. Se construyen con el mismo plano de la obra de cada casa en la que viven, se construyen o los construimos. De cualquier modo, desde siempre las obras levantan polvo. Un polvo oportuno que nos indica el cambio, un polvo cósmico que nos respira y que respiramos solo por unos segundos. Pasa entonces lo que tiene que pasar, barremos toda la casa de ese polvo que provocamos nosotros mismos para que todo permanezca intacto.
Pasa entonces lo que tiene que pasar, un niño nace y rápidamente se le enseña el significado del NO. Un NO que es un castigo siempre, un no que es un fracaso siempre. No contentos con esta catástrofe, se le pone el uniforme azul, se le extirpa su puñal de horizontes y con su pan bajo el brazo conformamos su llanto. Más tarde se barre todo el polvo de vida que dejan alrededor del hogar. Y todo permanece intacto, igual que antes de que nacieran. Sin huella ni presagio.
No sé muy bien cómo tenemos que hacerlo pero ellos son el tiempo que nos espera. Ellos son la clave. Dejemos su luminoso polvo de obra inundando la ciudad. Dejemos que ese polvo infante mate lentamente a los poderes asmáticos que nos ahogan, que nos aprietan el nudo de la corbata, que nos atan los cordones de los zapatos. Dejemos polvo de placenta recién nacida regando nuestra ciudad para que deje de ser una vieja con ojos de niña enferma.
Dejémosla crecer porque todavía estamos a tiempo.