Seguimos con el debate de cómo resolver el entuerto de la toma de decisiones en la gestión pública. Lo de “gobernar obedeciendo” está muy bien como lema, pero no puede eludir el compromiso de los responsables políticos, sobre todo si han sido elegidos, a la hora de adoptar decisiones y acuerdos.
Tan irresponsable puede ser la inacción como la suplantación de la iniciativa ciudadana con medidas autoritarias. Y no siempre ambas conductas son antagónicas: el comportamiento de Rajoy, para no ir más lejos, oscila entre un tancredismo paralizante y una imposición nada democrática.
Tan errónea puede ser la precipitación en la puesta en marcha de medidas, como la postergación sine die de éstas, una procrastinación muy habitual en el mundo adolescente. Recurrir a la opinión de la gente está bien como elemento de diálogo y participación, pero muy mal cuando de lo que se trata por parte del gobernante es rehuir el compromiso, echando balones fuera y adosando la responsabilidad de la actuación a “lo que diga la mayoría”.
¿Quién?
La autoridad pública, sin duda, pero sostenido por un competente argumento técnico, un sentido de la oportunidad y una consulta genuina, no impostada, a la ciudadanía. Los políticos están llamados a resolver problemas, no a crear otros nuevos, y a sopesar cuidadosamente la relación coste/beneficio de sus actuaciones. Nuestra Constitución doceañista emplazaba a los gobernantes a procurar la felicidad de la Nación; sin ser tan ambiciosos, deberíamos al menos exigirles que no aumenten el malestar y la infelicidad de los gobernados.
¿Cómo?
Sin adulteraciones ni sucedáneos. Sin una sociedad consciente de sus derechos y cumplidora con sus obligaciones, la democracia queda hueca de contenido. Los ciudadanos tienen que estar informados, han de ser protagonistas de la política y deben disponer de un nivel educativo adecuado.
¿Cuándo?
A lo largo de todo el proceso de la toma de decisiones. Estamos hartos de ser meros comparsas de “procesos participativos” que son una auténtica tomadura de pelo. Cuando se cocinan las medidas de antemano y se ofrecen al mero respaldo de las organizaciones para que emitan sugerencias y alegaciones, se está adulterando la acción política y convirtiendo a los agentes sociales en meros refrendatarios y convidados de piedra.
¿De qué manera?
Con la bien llamada inteligencia colaborativa. O sea, que la política, la ciudadanía, los técnicos de la Administración y el mundo académico trabajen en sintonía, cada uno aportando su saber hacer. Algo muy alejado de las prácticas habituales en la acción política de nuestro entorno, en el cual el cortoplacismo, el patriotismo de partido, el localismo y la rivalidad son tóxicas conductas.