En el primer milenio, las universidades europeas se moldearon en su esencia como Alma Mater de la ciencia y la investigación. Bolonia y Paris dieron el paso hacia la Universitas, donde los conocimientos adquiridos poseían validez universal, licentia ubique terrarum. Diez siglos después, en 1999, también en la ciudad de Bolonia, tuvo lugar el inicio de lo que ha supuesto un cambio fundamental en las Universidades actuales, consistente básicamente en la supeditación al mercado laboral y a la comercialización de las llamadas competencias, en un modelo de gestión tendente a la privatización y en una financiación mercantilista con el horizonte futuro de la implantación del préstamo bancario.
La transición democrática en España trajo consigo un incremento de estudiantes universitarios -que procedían de sectores sociales históricamente excluidos de la enseñanza superior- y la incorporación masiva de la mujer, hasta ese momento minoritaria. A pesar de ello, la universidad pública de los ochenta y noventa se empezó a diseñar más como un engranaje de la recuperación económica, que como una empresa social.
La puesta en marcha de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), a la que se han sumado organismos dependientes de los gobiernos regionales (como la DEVA en Andalucía), a pesar de aciertos como el control sobre los títulos, ha supuesto un modelo, en muchos casos de opacidad, que los docentes e investigadores han sufrido; y lo peor de todo, han acatado con estoicismo. Es el caso de la valoración de su productividad a partir de un sistema, el de los sexenios de investigación, que surgió como voluntario pero que se ha convertido en algunas áreas de conocimiento como un freno a la carrera docente.
El proceso ha convertido a los profesores universitarios en máquinas de generar méritos evaluables de acuerdo con unos criterios que, en muchos casos, poco tienen que ver con la transferencia de esos conocimientos a sus estudiantes: o entras en el sistema o te quedas obsoleto, fuera del circuito (“publicas o pereces”).
Recientemente se publicaba un estudio sobre la investigación en el siglo XXI que describía perfectamente el clima de incentivos nocivos y la hipercompetencia de las universidades, y de cómo había sido de perverso el énfasis en cuantificar indicadores de citas y relevancia en publicaciones. De hecho, hoy día, más de setecientas sociedades científicas e instituciones de investigación son firmantes del DORA, la Declaración de San Francisco sobre evaluación de la investigación que pide un cambio radical en la obsesiva métrica de los rendimientos científicos.
La desolación de muchos profesores con el nuevo enfoque de los estudios universitarios, les lleva a pensar incluso en una posible desaparición del sistema universitario. Peter Drucker, uno de los gurús de lo que se llamó la sociedad del conocimiento, preveía que en el siglo XXI no habría universidades, cuando hoy es mayor que nunca el número de personas que acuden a ella y tienen mejor perspectiva laboral; así lo demuestran los datos de población activa.
Por eso, lejos de esta mirada pesimista, debemos armarnos de optimismo y recurrir a un nuevo concepto de universidad, donde ya no tenemos la exclusividad del conocimiento, el cual está a golpe de teléfono, pero que está abierta a nuevas oportunidades; volviendo a las raíces del Alma Mater, a una universidad que quiere engendrar y transformar a la persona por obra de la ciencia y del saber
Veinte años desde Bolonia. En plena globalización, la universidad pública española ha vivido recientemente desgraciados casos de corrupción que la han puesto en la picota de los medios de comunicación. El estallido mediático de estos escándalos ha jaleado a los críticos de la institución. Podemos afirmar que, sin duda, se hace necesaria una transformación de la universidad, pero con la dotación de un presupuesto público suficiente, estable y previsible. Solo así con un modelo de financiación valiente se podrán hacer las reformas que se requieren, con un mejor acceso a la condición de profesor universitario, con una coordinación de institutos, departamentos y facultades en el avance de la investigación y la simplificación de las estructuras y de los procesos académicos que han burocratizado hasta el inmovilismo el trabajo docente e investigador.
Las universidades pequeñas, como la nuestra, tienen que replantearse de forma racional sus titulaciones de grado y hacer especial énfasis en másteres muy especializados y donde tengamos la fortaleza en recursos y en investigación. De la misma manera, deben abrirse a la sociedad, al entorno inmediato, revitalizando el papel del Consejo Social más allá de un verificador de cuestiones presupuestarias, en el respeto a lo que ya establecía nuestra madura Constitución en su artículo 27.
La Universidad de Cádiz es joven, pero fue en su momento fraccionada en campus dispersos a lo largo de toda la provincia, una debilidad que hay que tornar en fortaleza, aprovechando la singularidad de la provincia de Cádiz a través de sus características geográficas, históricas y socioeconómicas. Tenemos que compensar los desequilibrios entre los distintos campus; de manera que cada estudiante de la UCA pueda tener los mismos derechos esté en Algeciras, Cádiz, Jerez o Puerto Real y que se reconozca la importancia de estas ciudades como aglutinadoras de la provincia. El nuevo gobierno de Andalucía debe hacer frente a las exigencias históricas de un nuevo modelo de financiación y de un ansiado plan plurianual de inversiones en nuestras infraestructuras, además de acometer mejoras en la movilidad de nuestros estudiantes hacia los centros universitarios.
Tenemos que recuperar, sobre todo, la Ilusión de la comunidad universitaria en un escenario de exigencias y de falta de recursos, con un envejecimiento de la plantilla de difícil relevo generacional -especialmente en carreras profesionales donde no existe un modelo de atracción de talento- además de una baja tasa de personal investigador en formación. Se ha abusado del profesorado precario -notablemente en la contratación de los llamados profesores sustitutos interinos- que suponen hoy día la principal forma de acceder a la carrera académica dentro de las universidades andaluzas, pero en una proporción más sangrante aún en nuestra Universidad de Cádiz en los últimos años.
Hay que pensar en el futuro y este pasa a su vez por la internacionalización y especialización de la UCA, por el impulso de las redes y agregaciones con otras Universidades, tanto españolas como extranjeras, así como con la sociedad, con los empresarios, con los colegios profesionales y con las alianzas con el entorno.
De igual modo, tenemos que proyectar una nueva relación entre los estudiantes egresados y la universidad mediante una oferta de programas de actualización. Debemos ser una universidad abierta a la ciudadanía: la UCA saliendo de la UCA.
Decía recientemente Tan Eng Chye (Rector de la Universidad Nacional de Singapur) que “el gran proyecto en el futuro de la universidad pública pasa por el aprendizaje a lo largo de toda la vida, ni siquiera la mejor universidad es capaz de darte competencias y habilidades para siempre”.
Hay que prepararse para tiempos difíciles, donde la trinchera académica resistirá como siempre lo ha hecho, con su principal arma, el trabajo y la dedicación de la comunidad universitaria. No podremos avanzar en un mundo mejor sin el conocimiento, pero sobre todo si no incentivamos la conciencia crítica de las personas. Y ahí vamos a estar.