Fotografía: José Montero
La playa es un bautizo de sal en la orilla pagana. Las olas se tambalean sobre la arena con un vaivén perfectamente coordinado. El baile más hermoso y antiguo que las civilizaciones hayan presenciado jamás. La mar es la madre suprema de la vida. La unión de riberas hermanas que acabaron enfrentadas. Es como un gigantesco vigía azulado. Y en esta pequeña ínsula, que es como un barco encallado a la deriva, el mar ha sido el testigo eterno. Atravesó en canal el corazón de la ciudad dejando una orilla a cada lado para más tarde apartarse y permitir el abrazo. Arrastró hasta aquí barcos, atunes y temporales. Abasteció las arcas de un pueblo marinero con la plata de sus caballas. Siempre meciéndola con los ojos cerrados. Siempre velando desde su trono de espuma.
La playa fue centinela de nuestros primeros pasos, dejando un camino de huellas hundidas sobre la arena húmeda. La marea las borraba una y otra vez, pero cada verano unos pies pequeños volvían a dejar su marca en la misma orilla. Las rocas nos miraban en nuestro lento caminar. Una camaronera por lanza y un cubo como escudo eran las armas perfectas para las cruzadas estivales. Castillos y murallas que querían tocar el cielo. Las meriendas de pan y chocolate contemplando el horizonte. Piedras que hacían de portería. El primer roce de los cuerpos dorados de adolescentes empujados por las olas. El escondite perfecto para las mañanas de rabonas. Tardes que se alargaban hasta que el sol se sumergía. Noches de alcohol y guitarras, de risas y besos robados. Amaneceres en compañía. Paseos de huellas arrugadas y cuerpos tostados. La vida y la playa, eternamente de la mano.
Y a pesar de darnos tanto hubo un tiempo en que la dejábamos sin nada. Caía la tarde entre fronteras acordonadas y sombrillas como atalayas. Autóctonos y forasteros invadían cada centímetro acompañados de ruido, humo y embriaguez. Las cenizas enturbiaban la vista y el carbón ennegrecía la arena. Ciénagas malolientes corrían hasta la orilla. Un arsenal de basura y cristal. Más de 200.000 personas pisoteando la playa que nos vio crecer. Una tradición convertida en una batalla campal que parecía perdida… Pero no fue así. El pueblo batalló. Y cantó esa noche frente al mar. Y la gente llenó las calles y los bares. La playa celebró su auténtica fiesta y despertó entre sábanas limpias aquella mañana. Y siguió caminando junto a nosotros, sin soltarnos de la mano.