Fotografía: Susana Cano
Considero que merecen nuestro respeto por encima de todo. Pienso que nadie debe permanecer indiferente cuando son ultrajadas, injuriadas o despreciadas. El peso de la ley debe caer con todo rigor sobre quienes las hacen objeto de escarnio o maltrato. Todos estamos llamados a velar para que, en cualquier momento, lugar y circunstancia, queden a salvo de daños y vejaciones. Atentar contra ellas, ya sea físicamente o restándoles dignidad, debería ser motivo de nuestra más enérgica repulsa, y, en tales casos, estamos moralmente obligados a comprometer, en su defensa, nuestra misma integridad física y nuestra vida, si fuere preciso.
Estoy refiriéndome, como no podría ser de otro modo, a las personas. Porque, indudablemente, la vida y la dignidad de las personas son los valores que deben merecer nuestro más irrenunciable compromiso y nuestro más constante desvelo, por encima de cualquier otra consideración. Por supuesto, por encima de las banderas.
Sin embargo, aquí mismo, en Cádiz, hemos asistido estos días a un espectáculo descorazonador, lastimoso, violento, con una bandera como diana, en este caso la bandera republicana, o la bandera de la II República española, como queramos. Tengo que adelantar y reconocer que mis opiniones y razonamientos sobre este asunto de las banderas están totalmente sesgados. Me ocurre —tal como creo que he comentado ya alguna vez— lo mismo que a Georges Brassens respecto a la fiesta nacional, las banderas y la música militar, que no conseguían levantarlo de la cama, según su propia y conocida confesión.
Digo esto porque parece que hay a quienes la simple visión de una bandera no sólo les hace levantarse de la cama como un resorte, sino que les impulsa a la complicada tarea, incomprensible para mí, de patear hasta derribar el mástil —según informan los medios estos días— del que cuelga una bandera que evidentemente no les gusta y hasta les disgusta, en este caso la bandera republicana. E incluso más complicado e incomprensible aún: ha habido algún que otro “transeúnte” (así, de manera tan angelical, le denomina un medio local) que ha escalado con agilidad simiesca el mástil una vez repuesto en su lugar para, literalmente, podar tijera en mano la tela cuya simple visión al parecer le ponía fuera de sí.
Afortunadamente y para tranquilidad de esas almas dañadas por la presencia de la bandera republicana, la delegación del gobierno en Andalucía, a instancias del subdelegado del gobierno en Cádiz…, etc., etc., etc., ha interpuesto un recurso ante el juzgado de lo Contencioso-Administrativo, reclamando su retirada cautelar, supongo yo que para proteger de semejante crimen contra la humanidad a las personas expuestas a la dantesca visión de la bandera…
Malo, malo… No sería la primera vez que un símbolo acaba adquiriendo vida propia e independiente como consecuencia del escamoteo intencionado, o deformación deliberada, de la realidad simbolizada. El símbolo, desconectado así de su referente, deviene en lo que a cada sujeto o a cada grupo convenga: o bien se sacraliza, o se transforma en tótem tribal, o se convierte en simple arma arrojadiza. Los símbolos, despojados interesadamente de lo que en principio simbolizaban (en este caso como consecuencia de una amnesia histórica inducida y una grosera manipulación) son peligrosas máquinas de agresión y violencia. De ahí que ante una bandera, cualquier bandera, conviene administrar bien ese bobo sentimentalismo que alguna gente confunde con el amor (o desamor) a la patria, o el amor (o desamor) a no se sabe qué entelequias instiladas en cerebros predispuestos para la coz como expeditivo recurso a la hora de resolver los desacuerdos.
En definitiva, es lastimosamente evidente que ciertas personas están convencidas, hasta caer en el más ridículo delirio, de que la bandera que ha aparecido estos días colgada de un mástil en las Puertas de Tierra (me da igual quién o qué institución o colectivo la haya colgado), constituye la representación del mismísimo Lucifer, del mismísimo Mal, con mayúscula. Y como eso no se pué aguantá (tesis), pues inevitablemente estalla la furia cavernaria y carpetovetónica (antítesis), y los sujetos provocados no tienen más remedios que responder contundentemente (síntesis). Es la repetida y odiosa dialéctica de la burricie y de la intolerancia.
Y aquí quisiera enlazar con lo que considero más preocupante de todo este triste episodio. Se dirá, para minimizar la importancia de estos hechos, que son obra de un par de exaltados incontrolados… y aquí paz y allá gloria. Pero lo que más llama la atención es precisamente el desafortunado argumento con el que determinada gente ha censurado la presencia de la bandera republicana: quienes la han colocado ahí, a la vista de todo el mundo, lo que han pretendido es provocar. El problema no es la estúpida reacción, sino la pretendida provocación… La maté, la ultrajé, la derribé y la podé porque me provocó. Suena a conocida esta música sórdida y siniestra… Se me hace difícil comprender en qué oscuros recovecos de un cerebro siglo XXI nace esta sibilina e irresponsable justificación de la violencia como respuesta a una supuesta provocación…
También sobrepasan la media mundial de inteligencia quienes han asegurado que la bandera ha sido colocada por el equipo de gobierno del Ayuntamiento para desviar la atención de la ciudadanía de otros asuntos más importantes y supuestamente lesivos para la ciudad… ¡Cómo y cuánto se hubiese centrado la atención ciudadana sobre esos supuestos asuntos de no haberse producido esa farisaica y ridícula alarma en torno a una bandera…!
Llegará el día en el que podamos prescindir de las banderas o, al menos, de sus connotaciones más negativas. Mientras tanto, ¿seríamos capaces de no poner en ellas tanto apasionamiento trasnochado, tanto chovinismo infantiloide, tanta ferocidad revestida de grandilocuentes y vacías proclamas decimonónicas? ¿Tanto cuesta, ante una bandera —sea cual sea, guste o no guste—, mantener la naturalidad, el sosiego, la templanza, el equilibrio del ánimo, la serenidad, la madurez y el control de la emotividad? Máxime cuando el equipo de gobierno del Ayuntamiento ha dado las explicaciones pertinentes sobre la colocación de una bandera republicana junto a las Puertas de Tierra. ¿No es congruente la presencia de dicha bandera con la celebración de una serie de actos que se han organizado con ocasión del aniversario de la II República? Sólo desde la existencia de mucho prejuicio y de mucha ojeriza es explicable tan enconado rechazo a tal iniciativa.
Hay tanto por lo que cabrearse, tantas cosas en las que depositar nuestros desvelos, tantos derechos pisoteados diariamente y por todas partes, tanta dignidad doblegada, tantos abusos sin atajar, tantas y tantas ocasiones en que verdaderamente se necesitaría el entusiasmo, el coraje, el ardor que despiertan las banderas…
Claro que no todas las banderas merecen el mismo juicio. Si no fuera porque resulta harto cansado repetir lo evidente, como decía creo que Bertolt Brecht, habría que reseñar aquí los logros y los intentos modernizadores que la II República significó para la España de entonces. Una España que retrocedió siglos con el golpe franquista y significó la vuelta al oscuro horizonte previo a la República. Me ahorro, por pereza, ese trabajo resumiéndolo con las palabras que Fran González, el portavoz del Grupo Municipal Socialista, pronunció al ser interrogado por el juicio que le merecía el izado de la bandera republicana: “simboliza —dijo— un contexto histórico y representa una lucha por derechos y libertades en un momento histórico de este país”. Así de sencillo. Así de pacífico. Así de inteligente.
Por todo ello, creo que hace bien el Ayuntamiento en poner y reponer la bandera republicana…, a ver si, mientras, los exaltados encuentran un destino mejor para verter su descontrolada testosterona. Y lo mismo sus justificadores, cuyo don de la mesura y de la oportunidad parece haberles abandonado cuando manejan tan a la ligera la palabra provocación.