Como cuentan esas letras con compás, Cádiz es la ciudad del levante, donde el sol viene a morir mientras suena la horquilla, el carnaval y el flamenco. Se mece con el suave balanceo de las barquillas que traen erizos y caballas. Huele a mar y se ve el naranja en sus azoteas que traen papelillos y ensayos de lavadero. No faltan piropos a sus callejuelas ni a su gracia exquisita, pero basta con agrandar la mirada para ver una realidad más profunda que incluye otra perspectiva menos paisajística pero más personal que la trimilenaria tacita, galeón suspiro de marineros y todas esas cosas.
En Cádiz repiquetea la máquina de coser de una costurera que se queda hasta las cinco de la mañana cosiendo lentejuelas para una comparsa que lleva más brillos que la Barbie destellos. También hay una artesana que pinta un forillo dejando su arte y sus ojos en los miles de detalles que hacen que una agrupación sea grande. Cádiz huele a puchero. El que hacen las parejas o “parientas” de muchos carnavaleros que salen gracias a que hay alguien que se encarga del trabajo de los cuidados. En las azoteas se refleja el blanco de las lavadoras puestas por Carmeluchi, que preferiría compartir tan bucólica labor para poder estar en un bar escuchando coplas y alternando. Carmeluchi es musulmana, fenicia, romana y también la que limpia las casapuertas de pipí con papelillos, porque suele ser “ella” la que enarbola la fregona con dignidad y ganas de ceder el cetro doméstico asignado por nacimiento. En esas azoteas resuena el eco de bandurrias y laúdes de manos más finas a las habituales en el Falla pero igual de firmes y afinadas. Suenan voces de mujer, comparsas y coros con voces femeninas aún no integradas en un oído carnavalero, que asumen octavillitas masculinas cantadas en una frecuencia solo audible por los perros, pero que muestra reticencias a otras voces alternativas que siempre suman en una fiesta que presume de ser abierta.
Suena a suegra, a la que se queda con sus nietos y nietas para que disfruten su hijo y su nuera con la que se lleva divinamente. Ella sigue escuchando chistes sobre ella en cuplés desde que nació Paco Alba hasta el día de hoy. También hay suegras de pelo morado y piercings que se toman un vaso en una esquina escuchando coplas y son capaces de arrancarse cantando letras de las Molondritas. Cádiz refleja una salada claridad, y refleja desde la ventana a esa rubia vecina del quinto que toca la guitarra y ensaya hasta que las yemas de los dedos se le ponen como chicharrones del Manteca.
Suena a madre y a diferentes maternidades. Algunas sacan romanceros y quieren transmitir a su prole la tradición de llevar y defender un cartelón. Suena a rechinar de dientes de mujeres puérperas que se arañan por cantar en su callejera, pero ahora lo que toca es dar teta. Muy gustosamente y con amor, pero con ganas también de tomarse un moscatel, porque la maternidad no tiene un botón que anule tus ganas de cachondeo. Toca otra cosa, y eso hay que asumirlo y trabajarlo, al igual que hay que trabajarse ese sentimiento de culpa inculcado con más visceralidad hacia ellas y que cargan en la mochila del tipo si quieren compatibilizar ocio, familia y trabajo.
Se ven por esas esquinas con cañones enganchados, papeles y borradores de una autora que saca tiempo de debajo de las “pieras” para escribir un popurrí. No necesita únicamente un boli y un papel, como muchos piensan: le hace falta poder compartir la crianza, le hace falta crear desde niña una autoestima fuerte enfocada hacia lo público, resiliencia para combatir las críticas, le hacen falta referentes y herramientas que no todas tenemos a nuestro alcance, pero sobre todo la empatía de quienes piensan que si no escribe es porque no quiere y punto. Lo que está claro es que no necesita juicios simplistas y superficiales.
También Cádiz es compás, el de una bombista, el de una cajilla y el de los nudillos de dos chicas en un mostrador que huele a Varón Dandy. En uno de sus isabelinos balcones se puede ver a una abuela que entretiene a su nieta enseñándole a recortar papelillos destrozando antiguas revistas donde sale la boda de algún aristócrata y gente pija con vestidos de cóctel. Papel cuché hecho añicos para la diversión pagana, proletaria, auténtica y sencilla.
Si estás “al liquindoi” puedes ver en la Caleta a diosas esteatopigias que juegan al bingo; Venus de Willendorf símbolo de la fertilidad, veneradas en otros tiempos y representadas con anchas caderas y prominente pechamen que ahora se corona con una medallita del Carmen y un hueso de corvina. A veces son objeto de bromas en chirigotas, pero siguen conservando esa majestuosidad que inspiraría al mismísimo Rubens y un humor que ya quisieran muchos cómicos y poetas. Ojalá los cánones fueran más permisivos y no tuviera nadie que disfrazarse de demonia sexy para gustar. Ojalá nuestra percepción no se formulase desde el juicio patriarcal y podamos sentirnos a gusto en esas carnes alimentadas de magdalenas engolliponas y cafelitos en el sol caletero de la tarde.
Como decía aquel tango: “La Catedral de mi Cádiz es tan bonita, es tan bonita…”, pues no hay una sino dos catedrales y ninguna obispa, aunque tampoco hace falta. Catedrales plantadas en añejos adoquines para pasear con calzado cómodo y no con tacones de piconera; con preciosos arcos para retrotraerte a otros tiempos y aprender a no repetir pensamientos arcaicos.
Si vienes a Cádiz o eres de aquí ponte dos coloretes para disfrutar de una fiesta maravillosa llena de arte y salero, pero ponte también un antifaz violeta para ver otras realidades, porque ellas están ahí, sonando más a Cádiz que nunca.