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Pepe pettenghi

Ilustración: pedripol

La infancia siempre se nos queda dentro, y en mi infancia el deporte era unos niños jugando al fútbol. Y poco más.

Uno viene de donde viene y yo crecí, digamos, con el fútbol. En la playa, en cualquier descampado polvoriento o en el patio del colegio corriendo tras una despavorida pelota -tal vez pinchada- apuntando a una portería señalada con dos piedras o un montón de ropa. El fútbol es la patria de mi infancia, quizá el refugio a tanto tono grisáceo de aquella España menesterosa y mal afeitada. He estado pegado al transistor escuchando goles en Las Gaunas o expulsión en Balaidos. He visto en la paleotelevisión de entonces el partido, el único partido que echaban. El domingo por la tarde y en blanco y negro. Lo mismo era un Oviedo-Hércules. Fíjate.

Pero todo eso se acabó. A mí me quitó del fútbol la sobredosis, el que los partidos no duren 90 minutos sino toda la semana, de todos los meses del año, con sus tertulias gritonas y sus agitadores de masas.

A mí me quitó del fútbol que ya no tenga aficionados sino clientes, el que ya no sea un deporte sino un negocio; un negocio fétido con sus gastos tan desmadrados como insultantes, y su ingeniería financiera a cargo de tiburones de dientes afiladísimos. Me quitó del fútbol la explotación de niños de países pobres con la promesa de que con 20 años serán ricos y famosos. Me quitó del fútbol que los futbolistas cada vez se parezcan más a Justin Bieber y su lujo hortera, viejos con 29 años y jubilados a los treinta y pocos. Y sobre todo me quitó del fútbol la violencia ceporra y gratuita de la grada.

Y el caso es que a mí me gusta el fútbol, me gustan sus reglas sencillas, me gusta que su valor más importante sea el sentido de grupo, me gusta su equilibrio entre fuerza física, habilidad y estrategia, me gusta su vieja liturgia y me gusta su Historia Sagrada.

Sin embargo hoy día me pesa más la opacidad de los fichajes megamillonarios, la ingeniería fiscal, el callado tráfico de seres humanos, la codicia de los directivos, las deudas a Hacienda, etc…

Estoy desilusionado de que se exija juego limpio en la cancha pero que en los despachos se permita el juego sucio. Me han cansado los ademanes mafiosos, y que los hinchas prefieran que su presidente sea un malhechor a que su delantero centro no marque goles. Me ha hastiado que la autoridad suela hacer la vista gorda ante todo esto. Aunque supongo que el poder siempre ha sido un aliado incondicional del fútbol. Antes cuando el franquismo y también ahora, que se utiliza de forma deliberada para difuminar una realidad social bastante cutre, sirviendo como único, o casi único, recurso para la movilización callejera.

Sólo un tonto, un ingenuo -o algo peor- puede creer que el fútbol sigue siendo un deporte. Por mi parte, si el fútbol, como dicen, es el deporte rey, me declaro solemnemente republicano.

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