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el tercer puente

Liberté, egalité, Beyoncé. El señor Dinamita, rey del soul, sombra del rock and roll, padre del funky punky, a la sazón don James Brown, decía que la libertad está ahí para tomársela al pie de la letra. «¡No queremos ser iguales, somos iguales!», espetó orgulloso el artista negro a un condescendiente rostro pálido en un debate televisivo, a finales de la década de los sesenta. El hombre blanco llegaba a la Luna una noche de levantera gorda en Cádiz.

Tantos lustros después, escuchamos en la radio a un gachó que aboga por «poner coto», «hay que poner coto» a la libertad de opinión y a la maldad humana, como si no existiera una ley del silencio a mano, y afea la conducta de quienes se resisten a «condenar» al enemigo en potencia. Salen cientos, qué digo, miles de sujetos y sujetas en defensa y al ataque. Por ejemplo, de los toros. Si pusieran el mismo empeño, unos y otros, en incendiar la estancia de campañas claras y directas contra la violencia machista, otro gallo bailaría el son de la dignidad completa o así. Imaginación contra la gris costumbre, paraíso ahora.

En cambio, esta sensación de impunidad expañola, esta historia real de prescritos y proscritos, esta cultura gratuita de componendas infinitas, no invita precisamente a echarse un cantecito, ni a atreverse siquiera a firmar de soslayo un manifiesto por el optimismo. Disculpe la melancolía. Está la cosa muy mal. Ponga la tele, mire la propaganda escasa de escrúpulos, aunque rica en beneficios fiscales, de un conocido banco de cuatro letras: «La revolución de las pequeñas cosas», ya podemos pagar la convidá a través del celular. ¿Y la revolución de las grandes cosas? Se la han encargado a Albert Rivera, el pequeño Kennedy. Por cierto, a propósito, aprovechando la collá, ¿no le pone nervioso Susana Díaz cuando pronuncia la palabra mágica?: «Ciuda(d)anos». El sonido de la falsa euforia que preside el ambiente del cortijazo andaluz se parece demasiado a una pelota de ping pong.

Cuidado con la libertad. Todo redero social lleva un medio de manipulación cosido a la entreceja. Di fama, di vanidad, di cardinale, que algo queda. Levantera gorda en el coso taurino de este verano en funciones. Se trata de salvar el pellejo. Las consecuencias serán inevitables. Los telediarios se repiten hasta la suciedad, sangre a borbotones en horario de máxima sensibilidad, carreras desesperadas en pos de un minuto de miseria, muertes redondas que se hacen las encontradizas, mensajes urgentes de gente sin corazón, reacciones radicales al compás, ruido de fondo, disparos a quemarropa, policías y ladrones, y el niñato despeinado de la 2 confunde espectáculo con información, se lía con los teletipos, salta de un drama a otro cual San Juan de la Hoguera, no busca respuestas, disfruta un montón de la ceremonia de la confusión y advierte a la audiencia: «Ojo, hay que tener cautela con esta noticia, sólo es una información periodística». (?) A esta hora, todavía no ha cogido el tono, como un comparsista malo de preliminares. En cambio, el nota se reconcilia con el sentido común cuando pregona que no piensa emitir las imágenes morbosas que escupen las pantallas de medio mundo incivilizado. Ya lo harán millones de usuarios después, en tropel, y las cadenas del water, sin solución de continuidad. Qué dolor más grande.

Este tiempo de claudicación brinda también la posibilidad de comerse una holoturia a la orilla del mal. Tal vez unas envidias con alioli. Para sobrevivir en lo que es el meollo de la escuela de calor, hace falta valor y un poco de tacto divino, veneno en la piel, así como una sombrilla azul y amarilla, rompamos una lanza por lo que sea, al ritmo de la banda local «Shantaje y Distorsión».

La prima hermana de un amigo acudió el otro día a un establecimiento turístico de alto copete a ofrecer sus servicios. Ahora o nunca. Fue contratada al instante, qué alegría de verano. Cápsulas del contrato: 52 horas de currelo a la semana, jornadas de sol a sol avisadas al libre albedrío, sin apenas interrupciones, sin derecho a comer, sin derecho a sentarse un ratito, ni a platicar por teléfono, sin derecho a respirar por la herida. Lo típico del modelo laboral lenteja. ¿A qué hay que poner coto?

Siempre nos quedará Mágico González, que tanto hizo en Cádiz por las bellas artes y por la hostelería. Dicen que vuelve Mágico. ¿Será posible? «La curiosidad es el balón», dicen que dijo Jorge la tarde que quebró la cintura al mundo a la altura del medio campo. Y se largó, que había quedado con el negro de Las Pérgolas. A su modo, como James Brown, como Bob Marley, como su amigo Camarón de la Isla, el Mago supo interpretar el lenguaje de los ignorados. Ahora sí, canción de redención.

Fotografía José Montero

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