Se suele decir que Descartes comenzó la Revolución Francesa siglo y medio antes de que estallara y que cuando esto ocurrió ya estaba ganada. Se había construido lentamente una nueva hegemonía de pensamiento popular. La Ilustración, además, había asentado otras maneras de definir la realidad, de cuestionar el Antiguo Régimen y de situar a los ciudadanos frente al estado.
Los cambios actuales se producen más rápidos y si bien esta pandemia no va a provocar una revolución inmediata -nada apunta a que vaya a ser así- es posible que sí siembre conceptos que afloren con el tiempo. En esta idea de progreso ciudadano, debemos encajar que los efectos del 15M se estén notando ahora, nueve años más tarde, en la manera de resolver esta crisis y en la posible salida progresista que se plantee a la misma.
La crisis de 2008 provocó una instintiva defensa institucional de los intereses de las estructuras de poder -el poder bancario y su inolvidable art. 135- olvidándose de la ciudadanía. La reacción popular ante aquel abandono produjo un movimiento sísmico ciudadano que, años más tarde y a pesar de haber perdido esencia callejera y a pesar de haberse adaptado a perversiones sistémicas, ha posibilitado alcanzar ciertos espacios de decisión progresista. Un terremoto que es responsable directo de que durante esta crisis mundial se haya reivindicado lo público como muro de contención ante los devastadores efectos sanitarios, sociales y económicos que estamos sufriendo.
El 15M, de hecho, ya llevaba tiempo fraguándose cuando surgió y, como elemento sustancial de un proceso, debería reconocerse, aunque sea diluido, aunque sea extendido, en algunas de las decisiones y medidas que se están tomando institucionalmente. Igualmente, debería reconocer también a algunos de sus representantes de entonces, hoy en el gobierno central y en otras administraciones públicas, no como deformaciones monstruosas o perversas de lo que fueron, sino como construcciones adaptadas de las ondas expansivas que tuvieron a la Puerta del Sol y otras plazas españolas como epicentros. Concesión a los más intransigentes y puristas: monstruos necesarios, nuestros monstruos.
Es el 15M, en sus derivas, quien ha aprobado el ingreso mínimo vital, quien ha diseñado los Ertes, quien ha aplaudido al sistema sanitario público cada tarde y quien ha logrado que, en esta ocasión, en el rescate se haya incluido a las personas. Esperábamos del 15M un terremoto liberador, un tsunami nietzcheniano, pero las revoluciones hay que prepararlas para ganarlas. El cambio, aunque tímido y difuminado, está ocurriendo pero parece que la melancolía, el hábito del victimismo y la insuperable brecha entre representantes y representados nos impiden verlo. Quizás lo que necesitamos es una réplica, otra ola.
Crisis radicales, transmutaciones integrales, cambios sustanciales de paradigma, el esperado detonante disruptivo. La ansiedad, la necesidad, la urgencia. Probablemente el deseado momento revolucionario no llegue nunca y quizás sea así por suerte para todos y todas. La hegemonía se construye a base de olas recidivantes y tal vez no sea el momento de lamentarse por la fuerza y la grandeza de lo perdido o derivado en espuma artificiosa, sino el de generar un nuevo foco de irradiación para que la marea siga subiendo.
Mientras nos lamentamos de que aquella ola que surfeamos no llegó a dónde esperábamos ni con la intensidad que queríamos, la ultraderecha, por su parte, está ganando las afueras desde la calle, desde las redes y desde el propio Parlamento, produciendo su destructivo oleaje con las fuerzas de desequilibrio que le conceden la frustración, las expectativas no cumplidas, los bulos, los medios de comunicación manipuladores, la provocación continua y la construcción de enemigos con nombre. La rabia y el odio necesitan sujetos desinformados y enemigos identificados. Es más fácil odiar a Pablo Iglesias o a un emigrante que a la desigualdad y a la injusticia.
Por otra parte, el confinamiento nos ha replegado en casa, nos ha encerrado en el móvil, en el iPad y ha facilitado el control de nuestras vidas y de nuestros cuerpos. Era el momento de pasar de la sociedad de la información a la sociedad de la reflexión, a la sociedad del pensamiento autónomo y crítico. No ha sido posible. La tensión partidista, la crispación y el enfrentamiento más burdo han acompañado a los fake, al acoso, a la implantación del miedo y a la extensión de todo tipo de amenazas. Y encima, los privilegiados se manifiestan en las calles, como hicieron cuando la legalización del matrimonio del mismo sexo y en defensa de la familia, con sus banderas como armas, sus cacerolas, sus descapotables y sus palos de golf y provocan en las instituciones con actitud guerracivilista. Recordemos que ganan las guerras, pero pierden las batallas. Tal vez sea mejor quedarnos en estas.
Hay una batalla, una nueva ola, que podemos armar para darle más posibilidades a una salida progresista a la crisis: la del común, la de la comunidad. Más allá del blindaje obligado de lo público, más allá de procurar que no se adelgacen financiaciones sociales, más allá de las políticas fiscales que protejan a los más vulnerables, más allá de que no se reduzcan subvenciones o de que no se olvide el bien común a la hora de hacer políticas públicas o de que se proteja la vida y su diversidad y más allá del escudo social institucional, existe la acción solidaria vecinal que transciende a la administración y que llega donde lo público no alcanzará en espacio ni en tiempo, porque la crisis es profunda y lo público es limitado. Necesitamos fortalecer las afueras, necesitamos activar lo excéntrico.
Las comunidades de cuidados que han surgido y que se han articulado en los barrios atendiendo a los colectivos dependientes o desfavorecidos se presentan como un espacio de conquista popular, de hegemonía de lo justo, de igualdad de oportunidades. Las redes de apoyo mutuo, que tienen sus raíces en la solidaridad, en la cooperación comunal y en la autonomía de acción, como alternativa a una sociedad hiperinstitucionalizada y dependiente, abren una nueva posibilidad de reequilibrio del ecosistema social que, ante la debacle socioeconómica que nos acecha, se transmuta en necesidad perentoria.
La socialización de recursos, la mutualización de licencias, el consumo eficiente de energía, los cuidados colectivos, la salud protegida comunitariamente, centrales de compra, gestión compartida de la limpieza, economatos sociales, bancos de tiempo, wifi comunitario, guarderías cooperativas, apoyo comunal a la formación, soberanía social en definitiva. Sin tutelas, sin paternalismos. Estas son algunas, unas pocas, de las acciones, las herramientas y los espacios donde se construirá la nueva hegemonía que desde la gestión y la organización autónoma debería influir, como onda expansiva, en las futuras decisiones políticas; menoscabando la injerencia de lo privado en los cuidados, en la naturaleza, en la vida. El capitalismo tiene como enemigo único a lo público, que se divida ahora peleando contra el común también. Si luchamos por el centro, blindemos también la periferia.
Estas redes de apoyo no deben estar aisladas o ser completamente independientes. Debemos construir una red de redes que evite la sobrecarga, que amplíe los recursos, los conocimientos y las posibilidades de interactuación ya que no se trata de colectivizar el asistencialismo ni la caridad vecinal sino de descentralizar los cuidados, de extender la igualdad en todos sus enfoques, de inventar nuevos métodos de producción y de invertir en el bien vivir común. La cultura hacker, la cultura digital tiene mucho que enseñarnos a la hora de crear estructuras colaborativas. Nos quieren aislados, nos quieren enfrentados, nos quieren peleando por la supervivencia individual, pero nos encontrarán defendiendo lo público y construyendo lo común. Nos encontrarán en red, blindando el centro institucional y tejiendo las afueras. Así será nuestra lenta pero bien asentada revolución.
Artículo publicado en “Espacio Público”