Fotografía: Jose Montero
A estas alturas de mi vida ya no sé ni de dónde soy ni por qué no me siento de ningún sitio en concreto. A veces echo de menos tener unas raíces más arraigadas, experimentar esa sensación de tierra, de pertenencia a una comunidad, de recuerdos comunes pero no saben qué gusto es poder amar libremente sin cortapisa localista alguna.
Si mido el tiempo, soy isleña de La Isla de León, porque la mayoría de los años de mi vida los he vivido en esta ciudad que, tan plegada en sí misma, uno nunca termina de conocer. Mis recuerdos de adolescentes –en el Cine Almirante, la plaza del Rey o en la Feria- y mis primeros pasos laborales se sitúan en San Fernando que siempre ha mirado con recelo a Cádiz. Allí donde nací. Y no porque en La Isla no pudieran nacer niños sino porque nací mirando a La Caleta desde el Hospital de Mora. Mis recuerdos de la infancia me sitúan en la plaza de Candelaria correteando y comiendo una tapita de pavía todos los domingos; en la plaza España llena de palomas; en el parque Genovés viendo los monos; por el Balón descubriendo el patio de vecinos de mis antepasados; en San Severiano visitando a los antiguos familiares de mi madre y en casa de mis abuelos en la calle Tanguillos. En carnavales pero también en Semana Santa viendo todos los lunes El Nazareno del Amor, la Palma –quién se resiste- y Veracruz; alucinando con la madrugá de Cádiz que conocí por primera vez con doce años y que terminaba siempre con el gusto de comprar El Diario aún caliente en San Juan de Dios.
Mis vivencias de ocio también han tenido como escenario El Pópulo, la Plaza Mina y hasta la Punta y mi vida profesional –mi media vida- sí que me agarran a esta ciudad trimilenaria gracias a sus gentes, a sus problemas y a sus alegrías. Pero nunca se me ocurriría decir que soy gaditana: no tengo el caché, me falta gaditanismo y, encima, me fascina Jerez. Bicho, bicho, que aún dirán algunos. Pero allí también están mis orígenes, en la calle Reventón de Quintos, en la antigua Cuesta del Palenque, donde vivió mi padre y donde viví yo una temporada de mi vida profesional.
Me admira la capacidad de trabajo de la gente de Chiclana, adonde íbamos todos los veranos al campo y luego de joven a la Barrosa. Descubrí Puerto Real ya mayor cuando volví a estudiar, y su alejado campus universitario, me acercó al pueblo y me hizo relacionarme con sus gentes.
Y este recorrido vital no hace más que confirmarme mis apegos a tantos sitios y que, a pesar de los pocos kilómetros que separan a unos municipios de otros, los localismos los alejan latitudes. Unos localismos que el poder político ha utilizado como arma arrojadiza, que ha exagerado para utilizarlos como valor de su gestión y que los ha fomentado teniendo una visión cortoplacista del futuro de nuestra tierra: aún recuerdo la llegada de una cadena internacional de muebles que abrió la veda para que cada municipio, cada ayuntamiento y cada pueblo sacara lo peor de sí mismo con el objetivo de quedarse con la gallina de los huevos de oro. Es comprensible, por otro lado, por la situación económica que nos persigue pero evidencia una vez más que nuestra clase política sólo ha buscado soluciones locales –para los suyos- sin tener una visión de conjunto que haga más atractiva a esta tierra.
Tampoco me gusta la uniformidad y sí el respeto a la diferencia por eso creo que nosotros siempre seremos diferentes. Recuerdo que cuando estudié y viví en Sevilla si preguntabas a alguien de dónde era siempre te diría de Sevilla, aunque fuera de Osuna, Dos Hermanas, Fuentes de Andalucía o Lebrija. Con los gaditanos, no pasaba eso: uno era de El Puerto, de Cádiz, de Jerez, de Barbate, de Algeciras o de Villamartín, en Cádiz pero de Villamartín. Y esas particularidades, esa riqueza, esas playas infinitas, esos parques naturales tan distintos entre sí -el de Bahía, el de la Breña o el de los Alcornocales-, ese patrimonio –civil y militar, como en mi ciudad-, esa serranía, esas viñas, esos pueblos blancos, esa vía verde o ese balcón al Estrecho son de todos y son nuestros mejores avales como provincia.
Cuando uno se pregunta cómo una provincia como ésta tiene esos niveles de paro o de exclusión se da cuenta de que los localismos catetoides y esa falta de cohesión social por falta de infraestructuras integradoras tienen mucha culpa de ello. Y sólo podemos cambiarlo nosotros, exigiendo políticas inteligentes e inclusivas y haciendo nosotros mismos provincia. Yo por mi parte ya me tengo apuntado como próximo destino Torre Alháquime, aunque tarde más que a Sevilla o a Manilva.