Fotografía: Jesús Massó
Uno de los achaques más particulares de las ciudades pequeñas y envejecidas -y Cádiz lo es- es la existencia de un reducido grupo humano que se autoproclama la élite cultural. Sinceramente creo que hay pocas cosas más rancias y más catetas. No me resisto a transcribir el párrafo de un artículo publicado en la prensa local el pasado 18 de enero. Resulta esclarecedora su atenta lectura:
“…estaba presente lo que se denomina la sociedad civil gaditana, que es un grupo como de 200 personas donde nos conocemos todos y donde suelen acudir los mismos, en diferente medida, a según qué actos. Otros, como el actual alcalde, no van a ninguno. Mientras que la anterior alcaldesa sí estuvo presente, pues es una de las 200 que se interesan por estas cuestiones. Aquí hay gente que habla mucho de cultura, incluso se apuntan al Plan C, pero no se interesan por nada, no leen un libro, ni saben hacer la “o” con un canuto de cartón”.
De ello debe suponerse que en esta ciudad existe quien reparte los carnets de “persona culta”, que debe ser, deduzco, la anterior alcaldesa y 199 más.
De ello debe suponerse que el no asistir a esos actos de “gente bien” que organizan academias polvorientas y ateneos apolillados me arroja directamente a un submundo de criaturas infrahumanas, ajeno a los intereses de la ciudad y de la verdadera cultura.
De ello debe suponerse que no estar -como no estoy- dentro de ese grupo selecto de seres tocados por la gracia y la majestad, me condena sin remedio a la burricie y a la barbarie.
Sin embargo, y a pesar de ese engreimiento y esa altanera declaración de grupo distinguido, sus actividades de bicentenarios y tricentenarios, sus actos de afirmación de mojigato gaditanismo o de capillismo desatado, adobados por finos piropos pemanianos y con tufos de ceremonias pasadas de moda, no hacen sino ocupar el vacío que ha ido dejando una ciudadanía ausente y despistada. Y ese hueco lo ha rellenado un grotesco mundo de opereta, un templete de cartón-piedra para bailar la mazurca o el rigodón con una platea casposa y decimonónica que jalea pintorescas pamplinas.
Espejitos y cuentas de vidrios de colores para impresionar a una sociedad poco exigente. Porque los 200 se conocen bien el paño: cuanto menos exija el pueblo, más valor tendrán sus espejitos y cuentas de colores. Y justamente por eso ahí siguen, inamovibles, eternos, inevitables mariliendres, coleccionistas de placas, medievales catedráticos, poetas cofrades, cofrades poetas, vejestorios neomudéjares, expertos en Trivialidades Comparadas, indigestos escritores costumbristas y otros muebles de época maltratados por la carcoma. Una insuperable muestra de la progresiva parálisis conservadora de una ciudad que se empeña en interpretar partituras del pasado…
Por mi parte, llevo toda mi vida intentando no ser uno de esos 200. Prefiero incluirme en el resto, ese ciento y pico mil restante que demanda -o debería demandar- una cultura participativa, formativa, transmisora de valores, transformadora, revolucionaria -sí, revolucionaria- con responsabilidad social, que genere pensamiento crítico e inquisitivo. Y también, pública, transgresora, callejera y divertida.
Que no nos haga cada vez más cobardes y resignados, que es lo que nos ofrecen los 200. Además, lo que representan tiene un nombre: decadencia.