Ilustración: The Pilot Dog
Siempre he sido reacia a las reuniones de “hace diez años…”, “hace veinticinco años…” a las que, de cuando en cuando, como usted –no lo niegue- soy convocada. Reuniones que, al fin y al cabo, son como un facebook pero a lo descarnado, donde uno se da de bruces con la cruda realidad, y se siente obligado, encima, a darle al “me gusta”. ¿De verdad que hace veinte años yo tenía algo en común con ese señor sin pelo que me mira desde el abismo? ¿Quién es aquella que parece haberse comido a sí misma?, ¿Yo estoy así?, ¿Cómo se llamaba esta que se acerca peligrosamente? No. Definitivamente no me gustan los reencuentros. Considero que ya tuve bastante en otras vidas, como para volver a vivirlas. Y no me gustan, porque al final, todas estas experiencias tan fuertes y tan intensas, vienen a ser como el guión de “Los amigos de Peter”, una película que, por prescripción médica, habría que ver al menos una vez al año para sacudirnos la tontería de encima y poder decir, sin sentimiento de culpa, “miren, ustedes, los de entonces, ya no son –ni serán nunca- los mismos”, no jueguen a los mundos pararelos.
Solo de esta manera, se entenderían cosas como que, detrás de OT el Regreso, lo que hay es una regresión social y política, en toda regla. Poco importa si Bisbal y Chenoa andan aún “Escondidos” o si a Alex Casademunt le amargaron la vida haciéndole cantar “Más, te quiero y quiero más”, o si Juan Camus –al que recuerda fundamentalmente su madre, y porque lo trajo al mundo- va a cantar, o no, en el concierto y todo eso que, como en una sesión de Proyecto Hombre, nos venden desde las más altas instancias televisivas oficialistas. Había hambre de ver de nuevo a los chicos de Operación Triunfo, dice la estructura superficial, mientras que la profunda, suspira por volver de nuevo a aquel país de 2001 en el que la crisis, los brotes de colores, la corrupción, las tarjetas, las emergencias de todo tipo, las elecciones… ni estaban, ni se les esperaba. Un viaje al tiempo en el que vivíamos a todo confort sin importarnos donde estaban nuestras posibilidades, atando los perros con longaniza. Un viaje a la tierra de promisión, que no manaba leche y miel, sino que vomitaba ladrillos y depósitos preferentes.
Puede ser que haya quien se reconcilie con su presente mirándose en el pasado. O que haya quien se encuentre cómodo escondiendo la cabeza bajo tierra como un avestruz. Hay quien se identifica con los triunfitos y hay quien, como yo, considera que la nostalgia es un barniz pegajoso que convierte la memoria en una comedia de Doris Day.
Con estas cosas hay que tener cuidado. El año que viene se conmemoran los veinticinco años de la primera emisión de Verano Azul. Urticaria –orticaria para los amigos- me da de pensar cómo nos venderán el reencuentro de aquellos repelentes niños cuando se junten para anunciarnos otra vez, que Chanquete ha muerto. ¡Qué horror!