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Javi baron

Fotografía: Jesús Massó

Para ser alcalde de Cádiz hay que ser un poco Quijote. Por un lado, hay que estar un poco loco para querer salir elegido primer edil en una ciudad en la que los personajes públicos son siempre el objetivo de las sátiras más afiladas. Por otro lado, Cádiz tiene problemas tan grandes que es imposible no acabar viendo gigantes dónde otras localidades ven simples generadores eólicos.

El síndrome del alcalde-quijote lo tuvo Carlos Díaz cuando decidió combatir contra los fieros caballeros de Alcalá con la única ayuda de su fiel escudero, Rafael Garófano. ¿Qué decir de Teófila Martínez, que un buen día perdió el contacto con la realidad y se puso a perseguir su sueño de convertir Cádiz en un Puerto Sherry a lo bestia? De esta dolencia tampoco se está librando nuestro actual regidor José María González-Kichi (me gusta escribirlo como si fuera un apellido compuesto) que al principio de su legislatura se propuso llevar a cabo una gesta de tal calibre que a buen seguro le va a resultar imposible. Todo parece indicar que acabará sus andanzas con importantes heridas. Entre otras cosas, porque antes de hacer sus promesas electorales se le olvidó que muchas materias son competencia de la Junta o del Gobierno Central.

Los orígenes de esta relación entre la alcaldía y el libro gordo de Cervantes están tal vez en Adolfo de Castro (Cádiz, 1823-ibídem,1898) quien gobernó en la capital entre 1855 y 1856. Su mandato fue breve, de sólo un año, pero tan intenso que su influencia aún nos llega hoy en día. Él realizó la primera reforma importante del nomenclátor de la ciudad y cambió el nombre a la mitad de sus calles, dándoles un sentido racional, estético y tradicional.

Sin embargo, Adolfo de Castro no pasó a la Historia por ser un grandísimo alcalde, sino más bien por haber protagonizado una de las falsificaciones más sonadas del siglo XIX. Con poco más de 20 años, este personaje logró metérsela doblada a los círculos de eruditos más rancios de España. Dijo haber descubierto un ejemplar de “El Buscapié”, un supuesto tratado en el que Cervantes hacía una breve crítica de la primera parte del Quijote y cuya existencia se llevaba años rumoreando. Esta gamberrada de juventud tomó tal calibre que llegó a editarse cientos de ediciones de nuestra biblia laica en todo el Mundo que incluían el texto encontrado como epílogo. La mentira fue engordando tanto que su autor nunca se atrevió a admitir su falsedad por miedo a quedar en entredicho y murió sin soltar prenda. Desde entonces parece que los gobernadores de Cádiz han estado erre que erre con don Alonso Quijano.

La respuesta a la peculiar situación que vivimos hoy no parece estar desde luego en un nuevo intento de reescritura de El Quijote. Más bien está en cambiar de libro de una vez. Ya es hora de que el que venga o el que se quede escriba una obra más contemporánea, algo más actual. No sólo hay que superar las novelas de caballería sino ir más allá. No necesitamos bestsellers, ni novelas históricas o de intrigas. Tampoco el realismo sucio de otras épocas. Quizás pudiera ser algo de realismo mágico. Cualquier cosa que nos dé esperanzas, pero que nos mantenga con los pies en la tierra.

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