Ilustración: @pedripol
A los náufragos se les llamó alguna vez los hijos de Zeus. Lo recordaba Antonio Zoido, una década atrás, en un libro que exploraba el escalofrío de las migraciones clandestinas en el Mediterráneo. Las de hoy, junta bajo los mismos puentes de playa, a los fugitivos de la muerte armada o a los muertos de hambre o de aburrimiento, a quienes huyen de las masacres, de las pandemias y de las hambrunas, junto con quienes huyen de sátrapas propios o ajenos, la falta de horizontes, el miedo al mismo miedo.
La provincia de Cádiz fue su playa de desembarco, hasta que el poder empezó a invertir más en muros de seguridad que en medidas de salvamento. Las rutas fueron cambiando y se hicieron más peligrosas, a medida que el SIVE fue escudriñando con éxito policial y con fracaso humano las turbulentas aguas del Estrecho. Entonces, surgió la vía de Canarias y luego, la del sur de Italia. Hoy, jóvenes marroquíes que quieren llegar a Europa cruzan todo el Magreb para ello. Y hasta la oficina de refugio que han instalado en la frontera de Melilla sólo logran llegar los sirios ricos tras un largo viacrucis de sobornos: la gendarmería marroquí se encarga de que no puedan acceder hasta allí los negros, que terminan brincando a las vallas o cruzando por las playas de Ceuta, a fuer de que las fuerzas de seguridad contribuyan a su muerte, sin que la justicia haga algo más que pegar un carpetazo a su masacre.
El mapa del espanto, en la primera plana de las noticias, ha desplazado el Estrecho de Gibraltar y su viejo cementerio marino, hacia las costas de Siracusa y de Sicilia, o hacia las fronteras de Grecia, Macedonia y Serbia. Cuando no salpica a los referendos de Gran Bretaña o de Suiza, a la irresistible ascensión del huevo de la serpiente en la vieja Europa. La ciudadanía bienpensante se alarma por el hecho de que nos invadan aquellos que vienen a buscarse la vida, pero termina votando a quienes buscan la muerte de los derechos civiles, la mordaza de las libertades, la identidad democrática del continente.
El mayor número de personas desplazadas desde la Segunda Guerra Mundial vuelven a tocar a las puertas de Europa y la única respuesta que reciben es la del miedo. No se trata del miedo a un sistema que provoca el exilio económico de millones de seres humanos en Asia, en Africa o en América. Ni siquiera se trata del miedo a un sistema político y militar que provoca guerras calculadas, en las que sin embargo nadie calcula el impacto sobre la población civil, esa eterna víctima colateral, esa carne de cañón que cae despedazada entre el programa del corazón y los telediarios, la que se queda sin casa poco antes de llegar a las páginas del crucigrama o de la agenda cultural, la que empieza a peregrinar entre bombardeos químicos, ejecuciones rituales o discursos sobre geo-estrategia y alianzas internacionales.
Europa no le tiene miedo al poder, sino a esa gente, a esos niños inermes entre los antidisturbios, al alarido de las mujeres que acaban de quedarse sin familia, a los ojos de los viejos que hace mucho que se quedaron sin el brillo tenue de la esperanza. Le tienen miedo a los inmigrantes, a los exiliados, a los que buscan refugio o asilo, quizá por la sencilla razón de que no tienen nada que perder. O quizá porque aquí, a este lado del mundo, hemos perdido los papeles, hemos perdido el norte, hemos perdido la razón de ser de la Unión Europea; aquel viejo proyecto de la Europa de los pueblos, aquella búsqueda de un estado del bienestar que no sólo repartiera pan sino rosas, que incluyera la libertad, la igualdad y la fraternidad como únicas banderas. Ahora, el miedo y sus votos están llenando de racistas y xenófobos los parlamentos comunitarios. Ahora, ese sentimiento de odio o de recelo, vocifera incluso contra la propia Angela Merkel ante un centro para extranjeros en Alemania. Ahora, los democráticos estados europeos, incluyendo el español, ponen todo tipo de pretextos para no aceptar una mínima cuota de asilados, a pesar de ser cómplices en las circunstancias que vienen incendiando históricamente Oriente Próximo y más recientemente el norte de Africa, desde Libia a Siria, o mucho más allá, Irak o Egipto, por no hablar de la eterna asignatura pendiente de Palestina. Quienes derrocaron en su día al tirano Sadam Hussein mediante una guerra estúpida y cruel en la que España participó plenamente, se preguntan ahora de donde han salido las capuchas del Estado Islámico y su escalofriante legión de adeptos.
En Andalucía, llevamos asistiendo desde finales de los años 80 a una masiva tocata y fuga de la barbarie, a una legítima huida del hambre, al desesperado plan de escape de miles de personas que intentaban alejarse de la muerte en los Grandes Lagos, del fanatismo en Nigeria o en Mali, de la corrupción o de la falta de horizontes en Senegal o en Marruecos. Por no hablar de las rutas que venían desde Asia, arrastrando en su peregrinaje a millones de sueños convertidos en pesadillas, a manos de las mafias, de los gendarmes o de la cerrazón de la burocracia y de los estados, que a veces es peor que los gendarmes y que las mafias.
A lo largo de treinta años, la única respuesta que hemos sabido formular desde nuestro país, frente a un suceso que venía llenando de cadáveres la fosa común de este mar, fue el de la represión. Desde la palabrería del efecto llamada a leyes de extranjería cada vez más restrictivas, que a escala comunitaria siguen provocando que en la Unión Europea haya, hoy por hoy, alrededor de doce millones de personas sin papeles. Esto es, sin derechos. Esto es, sin deberes. Esto es, sin derecho a ser ciudadanos, sin derecho a ser personas.
Ahora, cuando el discurso del pánico vuelve a llenar las campañas electorales, y se les niega incluso el derecho a la salud o se pretende controlar policialmente a quienes usen nuestros hospitales y ambulatorios, es la hora de preguntar y de preguntarnos, qué hemos logrado con los sofisticados sistemas de vigilancia que pueblan nuestras costas, lo que contrasta con la cada vez menor cuantía de los presupuestos de cooperación internacional
Hoy, España es un país más diverso que hace tres décadas. Y, aparentemente, la convivencia entre los españoles llegados de no importante donde o nacidos en esta tierra, no ha provocado grandes altercados, pero resulta patético que nos hayamos acostumbrado a los naufragios del sur, que hayamos legalizado toscamente las devoluciones en caliente, que nuestros agentes disparen a los desposeídos en lugar de a los saqueadores de guante blanco o que, como ocurriera en otras épocas, haya manteros muertos al caer de un balcón o encarcelados como si supuestamente hubieran cometido el mismo fraude de Rodrigo Rato.
Tampoco hemos ofrecido una alternativa adecuada a los Cies, a los centros de internamiento de extranjeros, que supuestamente no son cárceles pero que son peores que las cárceles. Un limbo jurídico con sabor a infierno. Un lugar en ninguna parte, donde se hacinan y desesperan los supervivientes de la derrota, en circunstancias que vienen denunciando regularmente las organizaciones no gubernamentales y que todos los gobiernos, hasta ahora, han venido desoyendo con impunidad alarmante.
Durante décadas, nos levantamos en pie de paz contra el centro de Capuchinos en Málaga, donde la muerte empezaba a ser una rutina. Al menos, aquel cerró sus puertas. Pero, ¿qué decir de la obsoleta prisión de La Piñera en Algeciras, donde el tercer mundo sigue vigente para quienes huyen de él? O del viejo cuartel de la Isla de las Palomas, en Tarifa, cuyo cierre como centro de internamiento de extranjeros venimos exigiendo desde que ni siquiera se permitía el acceso al interior a nadie que no fueran los propios funcionarios o las autoridades de la época.
Es oscura esta historia de mazmorras que supuestamente no lo son, de campos de concentración entre cuatro paredes, de confines donde se hacina a quienes vienen a buscarse la vida, como si tuvieran que pasar una cuarentena para poder adaptarse a una democracia que aquí pierde definitivamente su honesto nombre: desde Murcia hasta Aluche, asistimos a las fugas de migrantes de los CIEs. La reacción habitual es la del susto, la de la inseguridad ante su hambre suelta por las calles del Estado del malestar. Sin embargo, ¿no debiéramos preguntarnos qué hace detenidos cientos de seres humanos que sólo han cometido el delito de cruzar una frontera de forma inadecuada? Se dirá que toda medida de control es poca ante el yihadismo montaraz: ¿es que los autores de los atentados de Atocha, de París o de Bruselas, llegaron en patera? ¿No eran hijos desclasados de Europa o asesinos con todos los papeles en regla?
Si lográramos el cierre de la Isla de las Palomas, de La Piñera o de los otros CIEs, tal vez estaríamos lanzando un mensaje de luz hacia la otra esquina del mediterráneo, hacia Siracusa y Sicilia, hacia las fronteras de Macedonia y de Serbia, hacia la xenofobia creciente en Holanda, en Gran Bretaña, en Hungría o en Austria, la que le hace perder votos a Angela Merkel cuando su derrota tendría que estar ligada, desde la lógica del sur, por la implacable política económica frente a la crisis financieras que han terminado pagando los que nunca lograron financiarse. Quizá cabría pensar en que Europa recobrase el norte, la razón y los papeles si empezáramos por cerrar, después de treinta años de lucha, estos lugares donde el primer prisionero es el sentido común y esa imagen que vale por mil palabras, la de que nadie deba ser tratado como un indeseable por el simple hecho de desear más o menos lo mismo que nosotros tenemos. Y que, por cierto, también estamos perdiendo en la vieja europa, bajo los CIEs de la austeridad impuesta, bajo los antidisturbios de las leyes mordaza, bajo la hipoteca de la utopía cuya cláusula suelo nos convierte en esclavos de quienes pretendieron vendernos el cielo raso de la clase media y todavía nos reprochan que sigamos soñando por encima de nuestras posibilidades.