miedo
Del lat. metus ‘temor’.
m. Angustia por un riesgo o daño real o imaginario.
m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.
El miedo es un pensamiento con ojos que se te clavan y atraviesan el alma; son dos manos que no sueltan las tuyas, son las orejas del lobo, unos labios sin voz. El miedo no suena a nada, es invisible, impalpable. Sin embargo sabe agrio, amarga el sabor de una victoria, la dulzura de un beso, el gusto de un recuerdo. Es un niño en la orilla huyendo de las olas, un actor alérgico al terciopelo del telón, una cantante con afonía el día de su estreno. El miedo es como un pájaro con forma de jaula, como el hastío del deber, como los frenos chirriantes de una bicicleta nueva, como aborrecer la aberración. Es un cazador que apunta su rifle al corazón, con el pulso inquieto y la puntería oportuna. El miedo actúa como las anteojeras de los caballos dejando la verdad a cada lado. Es un escudo sin lanza, la armadura del medroso, la guarida del sabio, la locura del que quiere hacer lo imposible. Es como una puerta de atrás que no puede abrirse desde fuera. El miedo es echar de menos lo que aún no has perdido. Es un deseo de esos que nacen muertos. Es un bozal que no muerde, como un ladrido sin perro.
A veces el miedo le gana al resto de sentimientos, los acorrala en un rincón ahogándolos como la serpiente que aprisionaba a Eneas. Es tan fuerte que puede frenar cualquier aire nuevo, capaz de parar un gran oleaje de esos que te sacuden por completo. Puede convertirse en la única corriente viable para aquellos que perdieron ya todos sus argumentos. A aquellos que se perdieron en sus mentiras sólo les queda la esperanza del miedo, del miedo ajeno. Ese que se esconde en la mirada del viejo, entre las alhajas de las señoras de bien, en las trenzas del cinturón rojigualda de un joven repeinado. Ese que se extiende por todos los canales, se propaga como una epidemia imparable que se cuela por las casapuertas de barrio, atrapando incluso a aquel al que poco le queda por perder.
Los guardianes del miedo han desempuñado todas sus armas pero que no canten victoria. No todavía. Porque hay voces que gritan las ocho letras de la palabra libertad: libres como el aire, inmunes al miedo, benditos sin la gloria de Dios, esperanzados por el cambio, rojos como la sangre, trabajadores sin trabajo, alegres de profesión y diferentes a la mayoría aborregada. No podemos más que daros las gracias, guardianes, porque ahora más que nunca sabemos la lección que debemos transferir a aquellos que llevan nuestra sangre y la libertad en sus frentes cristalinas: no le tengáis miedo al miedo. Retornar al miedo esa hastiada y estructurada acepción, que jamás cruce la barrera, que no interfiera en vuestras decisiones. Nunca temáis al propio miedo y será entonces, sólo entonces, cuando les rebote en nuestros escudos y se vuelva contra su propia voluntad. Y en ese momento serán ellos quienes no puedan controlar lo que aún está por llegar.
Fotografía: María Alcantarilla