Ilustración: pedripol
No advertí el día en que apareció, pero ya no pude dejar de pensar en ella desde que comenzó a venir sola. Acompañada los primeros días por otra chica que ejercía de intérprete, el mundo se le hizo más difícil cuando sólo quedaron los gestos y su compatriota se marchó.
No era joven aunque su rostro no dejaba adivinar su edad, con una vestimenta descompensada de una bata con un abrigo y su sempiterno pañuelo, bajaba desde la cuarta planta del hospital cada tres horas para estar con su bebé. Con una humilde sonrisa y el gesto de la mano saludando, acudía puntual para dar de comer a su pequeño y deleitarse con su hijo varón. Le acunaba y cantaba canciones intentando calmar su llanto al no salir de sus pechos la leche que lo alimentara. Pero no había más remedio que insistir; cuando volviera a su hogar no habría más posibilidad que amamantar a su hijo.
Y aunque poco a poco lo fue consiguiendo, su mirada siempre estaba triste. Agradecía cada gesto de las enfermeras, la conversación ansiada con otra mamá musulmana y la sonrisa de su bebé; pero una tarde, se derrumbó.
Con Mohamed en brazos, Fátima (nombre ficticio para guardar su intimidad) comenzó a llorar, en silencio, sin poder explicarse, sin poder gritar, sin nadie con quien compartir su dolor, al recordar a sus dos hijas. Al otro lado del Estrecho, sus pequeñas se habían quedado a cargo de unos vecinos creyendo ella que pronto podría volver con Mohamed; pero la recuperación iba a ser larga y su segunda hija, ciega e impedida, necesitaba una medicación que tenía un marido de sesenta años que hace muchos que la dejó sola.
Se activó entonces la solidaridad, la del personal del hospital, la de las demás mamás, la de cualquier ser humano que empatiza con el sufrimiento ajeno pero fue más difícil la burocracia de los estados, la que separa a las personas y levanta muros. Aquella tarde, Fátima lloraba no sólo por sus hijas sino porque temía que si volvía a su ciudad para solucionar su situación familiar no podría volver entrar en España para recoger a su hijo. Tenía sus papeles en regla, que se apresuró a enseñarnos, pero era más fuerte el miedo, sobre todo, cuando no sabes el idioma, cuando no tienes recursos, cuando estás sola y tienes dos hijas más esperándote.
En ese momento, todas las consignas que se gritan en una manifestación por los derechos humanos se hacen realidad en Fátima y en su hijo: nadie es ilegal y todos queremos lo mejor para nuestros hijos. Y te da más vergüenza de esa Unión Europea que altivamente critica al funesto Donald Trump mientras paga a Turquía para deshacerse de los refugiados; de esos gobiernos españoles de vallas con concertinas o de Tarajal; de esta sociedad dormida que no quiere caer en la cuenta en que nosotros tenemos nuestra propia frontera, que la gente muere intentando llegar a nuestras costas.
Esta es la historia de Fátima, una mujer marroquí de unos 40 años con tres hijos, una ciega e impedida y un tercero que correría la misma suerte si no hubiera llegado a España, la de unos profesionales sanitarios que hacen grande a la sanidad andaluza a pesar de los recortes del gobierno autonómico, la de Sofía, una joven madre musulmana moderna que tiene un corazón que no le cabe en el pecho y ha sido la voz de Fátima, la de Amin, que en mitad de una manifestación habló con ella por teléfono para que al menos pudiéramos saber a qué se debían sus lágrimas, la de legislaciones europeas que dan la espalda a las personas como hicieron con Veronique, la mamá congoleña a la que la Unión Europea negó el visado para entrar en el continente y se echó al mar con su hijo en busca de un futuro mejor. El mismo mar que los separó, el mismo mar que vemos todos los días y que nos devolvió a Samuel con su abriguito marrón.