Hoy se me van los peces por la boca y el río me parece un poema sin madre.
No tengo patria en la sangre, tengo una cueva. Sus paredes están pintadas con un gotelé dulcísimo: la lluvia de costumbres que mi madre inseminó para resolverme. No tengo patria porque tengo un manojo de raíces maternas que me agarran poderosamente a mi cueva. Y la cueva (sabrán ustedes) se lleva por dentro. Al fin, y después de mucho tiempo, he llegado a la conclusión de que para bien y para mal me define una matria de la que no siempre estoy orgullosa. Y es que en todas las cuevas se cuecen habas: las costumbres emocionales y culturales que hoy me conforman y con las que me crié siguen siendo mujeriegas y madreriegas, y no precisamente por falta de figura paterna. La masa madre era más poderosa en todos los aspectos.
En estas fechas de familiaridad y cuevas abiertas de par en par, mantengo la puerta cerrada para que no se cuele mi santa madre con sus labores de identidades, pero casi siempre encuentra una rendija y, como si fuera un viento salvaje, me inunda los pulmones.
En otros tiempos de luces, un parto demasiado antiguo nos reuniría alrededor de una mesa embustera en el mejor de los casos. Volvamos la mirada a aquellos días de fiesta: el puchero en la vajilla del escaparate del salón principal parece que sabe distinto y el hogar no se parece en nada al hogar desde hace unos días. Esperamos a la familia de sangre apócrifa en el recibidor como niños buenos. Con su mirada de señora feudal, Mamá nos viste de gala y nos procura un buen comportamiento. La mujer lleva días como loca encerrada en su palacio-cocina para alimentar a las visitas. La casa entera huele a sus manos porque Mamá lleva siglos cociendo a fuego lento su vida para que ellos y nosotros la devoremos. Mamá no tiene suficiente agua con una tormenta y por eso pide más agua, más gente, más agua, más gente, más agua que añadir al puchero, que donde caben dos caben mil, pero ella prefiere que sobre comida para seguir amamantándonos al día siguiente. Cuando Mamá se relaja y todos los turrones han sido aprobados y probados y rumiados y el vino pinta por fin la alegría naranja en los cachetes de los afamiliados, Mamá me jalea para que le cante y cada año los comensales esperan el villancico de turno y cada año la niña canta el pasodoble de turno y Mamá me come con los ojos (a punto de pellizco de madre) de ilustrísima señora feudal, mientras su corazón por dentro se ríe a carcajadas a sabiendas que nunca conseguirá domar lo indomable (o eso quiero pensar yo) y en el fondo parece que le gusta pero sigue intentándolo incansable cada año.
Hoy el río me parece un poema sin madre en este tiempo de luces y es por eso que nadie se sienta en mi casa (por obligación) a comer puchero en plato bonito alrededor de ningún parto antiguo y casposo. Y es por eso que tampoco me obliga nadie a vestirme de gala y no soporto los malos humores en el sentir de la cocina. Ahora en este tiempo de luces en el que dejo salir a los peces por la boca, ya no celebro nada más que la ausencia de un hogar que no se parecía al mío y de una madre sin poema que es como si fuese un río. La matria me hace huérfana cada año pero sigo rumiando pasodobles (que por cierto también ella me enseñó).
Es ahora, cuando me doy cuenta de que en cada festejo estaba la figura de la madre como si fuese una estatua a punto de romperse.
La matria que me construye me hizo amar el folclore hasta hacerlo mío pero también me obligó y me engañó y casi me hunde en el miedo de no ser lo que la masa madre me pedía. Será que madre na más que hay una y tiene una que bregar con ella.
Ella era navidad, yo siempre fui más novelera, así que en este tiempo de siembra que nos abraza, dos fiestas paganas me viven. Pero solo soy una.
En la ciudad de Cádiz estamos en capilla así que os deseo Feliz Carnaval 2019 y la Navidad por mi mare que sea chiquita.