1978 fue un año raro, la actualidad era frenética y la política lo ocupaba todo. La reciente muerte del dictador sacudía los cimientos del poder eterno de este país. Y el imperio eclesial se tambaleaba desconcertado con la satánica democracia que se oteaba en el horizonte.
Tanto unos como otros -en realidad eran los mismos, pues defendían los mismos intereses: sus privilegios- se tiñeron las caras con pinturas de guerra y se lanzaron al ataque. Movilizaron a sus medios, que eran casi todos, amenazaron, publicaron pastorales, asustaron al personal con el “ruido de sables”, mientras los grupos ultras vociferaban e intimidaban por las calles.
¡Cuidado con la democracia! ¡Que vienen los rojos! La Constitución, aun non nata, ya llevaba el pecado original, el estigma de la rojez… Peligraban, decían, el Concordato con el Vaticano de 1953, que ofrecía ventajas sin cuento a la Iglesia. Hubo poli bueno, una cara amable y negociadora (Tarancón), y poli malo (Marcelo Martín) que clamaba por un integrismo tridentino. Peligraban también, decían, los grandes capitales.
¡El comunismo llamaba a las puertas de la sagrada Patria!
Se ridiculizaba a la democracia y se vituperaba a los demócratas. Y se hacían chistes del rey, que servía de burla. “El rey-cuchara, que ni pincha ni corta”, “Juan Carlos I, El Breve”… y, por supuesto, se pedía con la boca chica la abstención o abiertamente el voto contra la aprobación de la Constitución.
Ahí están de muestra algunos carteles y, desde luego, las hemerotecas.
Pero llegó el día de la votación, la gente votó y la Constitución se aprobó. Y ellos se disgustaron.
Los demás nos alegramos. Éramos unos ilusos (léase imbéciles) y creímos que ya seríamos altos, guapos, ricos, demócratas y que cambiaríamos de vida y de Historia. Pero no, la Iglesia no tardó en firmar aprisa y corriendo unos Acuerdos, mal llamados Concordato, en enero de 1979, por los que conservaban los mismos privilegios.
En cuanto a la riqueza, siguió igual de (mal) repartida. Los grandes capitales, pasado el susto, siguieron a lo suyo. Como en las verbenas de los pueblos chicos, los mismos siguieron bailando con las mismas. La Codicia sacaba a bailar al Abuso. Y el Poder y el Dinero siguieron copulando a la vista de todos.
¿Y nosotros? Nosotros nos dejamos invadir por la fatalidad y el conformismo.
¿Y ellos, los que se disgustaron con la Constitución? Pues se ve que el disgusto era fingido, porque hoy son sus más fervientes defensores. Ahora, a la menor ocasión se envuelven en la bandera constitucional, aquella que denostaron y atacaron, cuando ven amenazados sus privilegios y la invocan pidiendo derechos y libertad. Lo que hay que ver.
Se ve que la Constitución ya es buena. Y la monarquía, a la que despreciaron y ridiculizaron, es hoy garante de bla, bla, bla… y le expresan su empalagoso “apoyo y lealtad”.
Hoy provoca estupor oír y leer a lo más casposo de la sociedad española reverenciando a la corona, a la Constitución y a la santa Transición. Lo de “atado y bien atado” ha alcanzado su significado pleno.
Porque la desfranquización aún no ha terminado, casi medio siglo después. Los cánticos a la reconciliación quedan distorsionados por los gritos que todavía salen de las cunetas y fosas comunes. Aún hay tipos uniformados empeñados en fusilar por WhatsApp a 26 millones de españoles. Todavía hoy a la familia del dictador hay que sacarla con agua caliente del Pazo de Meirás, sin que se lleven nada que no es suyo. Aún andamos con remilgos para cambiar los inútiles y terribles recuerdos de la dictadura franquista, callejeros y títulos honoríficos. Aún existen en España seis municipios que incluyen la denominación “del Caudillo”…
Pero ellos, los ahora constitucionalistas, están encantados con el orden constitucional, lo bonito que es. Anda que no.