El tiempo que vivimos es el de la diversidad y la complejidad.
Nunca el mundo fue tan diverso. O tal vez lo fue siempre, pero no teníamos la comunicación instantánea, las emigraciones masivas o los viajes baratos, para hacerlo tan evidente.
Y nunca fue el mundo tan complejo, con tantos factores interactuando y condicionándose entre sí.
La globalización y la revolución tecnológica han puesto patas arriba las maneras de conocer y comunicarnos, de producir y consumir, de hacer cultura y construir comunidades… En suma, todas las viejas formas de pensar, decir y hacer.
Nada es simple en nuestro mundo, todo está interconectado y cambiando constantemente. La complejidad es la norma.
Y, sin embargo, posiblemente por la inestabilidad y el vértigo que nos produce ese sin parar de los cambios, tendemos -como personas y colectividades- a agarrarnos a los clavos ardiendo de nuestras viejas identidades en peligro de extinción. Y nos atrincheramos en las tradiciones y en la nostalgia de un pasado conocido, en medio de tanto desorden y revolución permanente.
Y, por eso mismo, ante la complejidad que nos desborda, buscamos con ansiedad respuestas simples, claras, sin matices. Así triunfan los fundamentalismos, los nacionalismos, los localismos y todo tipo de fanatismos.
En estos tiempos de incertidumbres, proliferan los talibanes de barra de bar o de tertulia televisiva que parecen tenerlo todo absolutamente claro: el mundo es blanco o es negro, no hay medias tintas, o estás conmigo (con mi religión, mi patria, mi bandera, mi partido, mis tradiciones, mi equipo de fútbol, mi comparsa, mi cofradía…) o estás contra mí. Nunca dudan (o, al menos, eso parece), solo saben afirmar tajantemente SU verdad.
Y en su miedo a perderse, los fanáticos de lo que sea se vuelven agresivos y faltones, dispuestos a partirle la cara a quien les quite la razón. Se indignan contra la duda, el relativismo y lo que llaman “equidistancia”, que no es sino negarse a tomar partido por el blanco o por el negro, empeñarse en defender que existe una amplia gama de grises, que la razón no es patrimonio exclusivo de nadie y la verdad es cuestión de perspectivas.
No existen las respuestas simples. Las soluciones son necesariamente tan complejas como los problemas que las demandan.
Quienes nos prometen soluciones fáciles (en la política, por ejemplo, o la religión) o bien son simplistas, en el sentido más insultante de la palabra, o directamente nos engañan. Aunque, con frecuencia, preferimos la simpleza o la mentira a la incertidumbre, queremos creer esa realidad en blanco y negro que nos venden porque el mundo en colores nos obliga a pensar demasiado, a salir del pensamiento único, tan cómodo él.
Por el contrario, hacerse preguntas continuamente, ponerlo todo en cuestión, buscar las causas de las cosas que ocurren, asumir la complejidad y la incertidumbre, es engorroso y cansado. Nos pone en evidencia, y a menudo en conflicto, con los del blanco y con los del negro, con quienes se niegan a considerar cualquier matiz, con quienes nos exigen tomar partido.
Pero, entonces… si las certezas no existen, si solo hay complejidad y todo es relativo, ¿cómo caminar por este mundo? ¿a dónde agarrarnos?
Para empezar, parece imprescindible aceptar la incertidumbre. No negarla, no resistirnos contra ella. Hacer una cura de humildad. Asumir, recordando al poeta, que solo es posible “hacer camino al andar.” Como dice el maestro Antonio Rodríguez de las Heras: «la complejidad de este mundo, a diferencia, de la complicación, ni se puede trocear ni abarcar, solo recorrer, como un territorio ilimitado».
Y aceptar también la diversidad. Con alegría, no solo porque el mundo es diverso y la vida solo es posible en la diversidad, sino también porque, para recorrer el camino de la incertidumbre y dar respuestas complejas a los retos complejos que enfrentamos como especie, es imprescindible contar con los otros diversos, nos necesitamos todos.
Y ya que no existen verdades absolutas que afirmar, solo cabe agarrarnos a los valores, porque en ellos si es posible encontrarse con las otras diversidades. Apostar por la igualdad de todas las personas, por la libertad y el respeto al otro, por la solidaridad, el cuidado y el apoyo mutuo. Valores que nos permiten recorrer el camino con una única certeza: no sabemos dónde llegaremos, pero será sin duda un mundo mejor.