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Jjarillo
Imagen: Pedripol

Nací en el 87. Pertenezco a la generación ‘Y’. Según muchos demógrafos, podéis denominarme millennial, aunque no sé exactamente qué narices significa eso. Un denominador común entre mis coetáneos es la huida y aunque nadie sepa muy bien hacia dónde, lo que sí sabemos es de qué.

Es lógico pensar que, viviendo en Cádiz, todo aquel que decida escapar de semejante paraíso terrenal debe haber sufrido un buen golpe de levante. Pero ya son demasiados los que se han marchado sin necesidad de ser empujados por los vientos. Muchos huyeron de la precariedad, otros tantos de la monotonía. El resto posiblemente se fue al sentirse incómodo en el sofá de la desidia donde la mayoría pasa su tiempo libre. Algunos lo hicieron corriendo, de forma alocada, mientras agitaban sus brazos en un incomprendido afán por despedirse de todo y de todos. Otros se fueron a hurtadillas, creyendo que nadie lo notaría, sin pensar en el vacío que dejaban atrás. Ni que decir tiene sobre el que se llevaban consigo. Yo mismo escribo esto a 1200 kilómetros de mi casa. Como buen millennial, también huí. Tenía que haberlo hecho hace años pero Cádiz, con sus cosas, te atrapa.

La precariedad no es el único motivo. Solamente es la base donde el resto de problemas se apoyan, unos sobre otros, en un equilibrio cruel. Es la raíz de un árbol que se ancla hondo en tu cuerpo y cuyas ramas acaban por destrozarlo, al compás del crecimiento. Y para una planta así de destructiva no hay mejor abono que la gentrificación. Las raíces de la escasez beben de ella y se fortalecen, dándole altura al tronco para que sus primeras ramas se claven en tus órganos y presionen tus costillas, haciendo cada vez más difícil tu respiración. Esa palabreja que tiene apenas 50 años nos expulsa a nosotros, los jóvenes, fuera de nuestros barrios. Nos echa poco a poco a aquellos que conocemos cada una de sus esquinas. Esas con las que reímos y lloramos al mirarlas, por las mil historias que nos cuentan. Nos invitan a salir de lugares en los que hemos crecido. Bebiéndonos sus calles, comiéndonos sus plazas. Barrios cada vez más irreconocibles y no por el paso del tiempo en sus fachadas.

Ahora, en otro de los puntos calientes de la gentrificación en España -como es Barcelona- todo me resulta cercano. Tampoco es que haya elegido la mejor época para buscar trabajo de calidad en el litoral -hasta el momento- español. Aquí ya he sufrido la peor entrevista de trabajo de mi vida, me han ofrecido trabajos casi tercermundistas y me han rechazado de empleos por motivos dudosamente legales. No solo esto. Muchas otras cosas que aquí veo me traen aromas de mi ciudad, mi gente. Callejones estrechos con inesperados arcos en su medular que te ocultan entre claroscuros. Ropa tendía en ventanas y balcones, secándose al aire y coloreando las grises callejuelas del Raval. La economía sumergida como pilar indiscutible de la ‘riqueza’ del barrio. Construcciones hoteleras a medio terminar donde encuentran descanso los vagabundos que durante el día saltan de sombra en sombra por el barrio.

Pero aquí la respuesta social es potente, es una ciudad que grita cuando la pisan. Aquí hay muchos comercios locales que todavía levantan sus escudos contra los alquileres abusivos y esgrimen sus armas frente a las grandes cadenas de hostelería y alimentación. Los inmigrantes, que conforman la mayoría social del barrio, luchan por esto como si fuera suyo. Luchan por estos adoquines como si se hubiera echado los dientes en ellos. De hecho, luchan mucho más que algunos autóctonos que se engrandecen a sí mismos colgando esteladas en su balcón para luego alquilar su piso a precios de oro. Catalanes e inmigrantes. Ellos mismos se organizan de manera ejemplar. Hay reuniones periódicas en cada barrio -y asociaciones de vecinos- en las que se estudia la situación actual del mismo y las posibles mejoras a implementar, ya sea desde un enfoque público o privado. Se empapelan fachadas –literalmente- con carteles de llamada para que acudan las personas residentes. Durante estos días he visto ejemplos brillantes de autogestión de suelo público, con diferentes finalidades productivas, culturales y sociales. Una resistencia a lo inevitable, con uñas y dientes en forma de identidad y arraigo. Y me da rabia, porque es lo único que no me trae recuerdos de casa. Allí ha ahondado con tanta profundidad entre nosotros el ‘sudapollismo/coñismo’ que cada vez se oyen menos voces que reivindiquen nuestra identidad. Mientras que aquí todavía hay gente que lucha y que lleva haciéndolo muchos años, en el sur, como siempre, nos ha cogido el toro. O nos pudo la cobardía.

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