Mi nombre es Abdesalam y soy marinero. Antes, mi negocio eran los peces, pero me rompí un dedo a bordo y, usted comprenderá, yo tengo que ganarme la vida de otra forma. Ahora, los peces no tienen cola sino dos piernas. Los periódicos, les llaman corderos. Los periódicos, me llaman tiburón, pero ya me gustaría serlo. Como ese Dib El Lobo que tanto dinero hizo con la gente o con la droga y que llevó la gran vida en una prisión confortable. Yo no soy un tiburón, yo soy el rais, el patrón de la zodiac, yo soy un profesional, un hijo de la mar como todos los de Ued Lau, ese pueblo costero donde el océano es un oficio que se transmite de generación en generación..
Ser piloto no es una profesión, es un oficio. Sé más de corrientes que de sextantes y veo mejor que una brújula las travesías escritas sobre la superficie marina. Yo no soy como esos otros que estafan a sus viajeros y les cobran por marearles en el mar y llevarles, simplemente, hasta una playa tangerina. Yo exijo lo mejor de lo mejor. Lanchas neumáticas de primera calidad, de esas que no vuelcan nunca aunque tal vez estallen. De seis metros y un motor de cuarenta caballos. Con eso, basta. Hay africanos de los de al sur del Sáhara que hacen mi trabajo gratis. Yo no lo hago para enriquecerme, pero tengo que ganarme el sustento. Hay quien cobra 15.000 dirhams pero yo le dejo en 10.000. Pero puedo apañarles que alguien les recoja al otro lado y les lleve a Barcelona, a Amsterdam, o donde quieran. No hay distancias, si pueden pagarlo. Yo soy el rais, yo soy el patrón, yo soy su protector. Les digo que se compren una pistola de señales, la baliza de socorro y un chaleco salvavidas. Por si acaso, por si las moscas. Por si mi baraka se tuerce. Les digo que se hagan un seguro de vida si es que tienen familia que pueda llorarles o echarles en falta, si es que no llegan nunca al paraíso. Yo soy buena gente, un moro bueno, paisa.
A veces, he presentido el final, en una de esas noches oscuras como boca de lobo, en donde no hay luces alrededor y sólo se oye el zumbido del fuera borda. Tres horas, tan sólo. Demasiadas tres horas de miedo, como para no creer que merezco lo que gano. Mi familia espera ese dinero. Tenemos hijos y no quiero que pasen por lo que ha tenido que pasar su padre, aunque espero que se ganen la vida en el mar, como se la ganaron sus abuelos y los míos. Pero de otra forma, pero de otra forma. Por eso, me he hecho detener, para que me devuelvan a casa lo más pronto posible. Ya lo hice otras veces, la cubrí a menudo esa misma travesía y nunca me señalaron ni terminé en el banquillo o en la cárcel.
Pero una vez, qué quiere que le diga, me sentí como ellos. Como esos pobres diablos a los que transporto. Hubo una vez que llegué a la costa y que no quise volver. Que me dio por seguir su misma ruta, escaparme a través de los montes y llegar a Barcelona, donde hay empleo seguro y un barrio donde viven mis paisanos. Anduve cuatro días escondido por el monte, sin comer ni fumar. Era un alma mía cuando me recogieron unos maestros de escuela. Me dieron de comer, me ofrecieron ropa limpia y me escondieron en su piso. Planearon mi fuga con todo detalle. Había que burlar los controles de carretera de la Guardia Civil y hacerme llegar al menos hasta Málaga o Granada, sin que nadie me pidiera los papeles. Me lo pensé dos veces y le dije que no. Que quería volver. A Marruecos, que quería volver a Marruecos, les dije. Ellos me miraron como si no entendieran. O como si lo entendieran todo perfectamente. No les di explicaciones, pero les di las gracias.
Me lo pensé dos veces, es sencillo. Le tenía más miedo a mis compromisos que miedo a ese mar embravecido, donde yo había oído a veces, los gritos de los náufragos intentando inútilmente que Movistar les salvara la vida en mitad del oleaje. Pensé en la cara de Muina, esperando en Ued Lau mi vuelta en vano. Pensé en el dinero que le hacía falta para ir tirando, el dinero de la comisión que tenía que llevarse el pasador que compraba las gomas hinchables y en el que tenía que pagarle a los methanis que habían hecho la vista gorda, entre el bosque y la playa de Sidi Haj Saíd o de Brideche, para que yo pudiera zarpar con el bote hinchable.
Así que dejé que me capturasen, que me llevaran a la Isla de las Palomas y luego, hasta Algeciras, hasta la comisaría de donde salen los furgones de buena mañana, rumbo al puerto y al fracaso. El tiburón, eso me dicen. El rais, eso me digo. Pero, en el fondo, soy menos libre que cualquiera de estos que me miran fijamente, que esperan que les diga algo, que les preste ayuda o les devuelva el dinero de su viaje imposible. Cualquier día, me delatarán sus miradas. Cualquier día, los guardias, entenderán lo que dicen: tú eres el patrón, tú eres el patero, llévanos a un muelle seguro donde no exista la muerte ni las ventanillas. Cualquiera de ellos es más libre que yo. Lo que no es mucho decir, si se vieron obligados a buscar la patera porque un pasaporte con visado falso cuesta más de 35.000 dirhams. Lo que no es mucho decir si se tiene en cuenta de que el día que logren conquistar sus sueños sin que la ley los alcancen, cuando crucen el mapa hasta el lugar que ansían, ese día será el primer día de su esclavitud en Europa. Hay algo que me digo a veces cuando hay tormenta o cuando hay pesadillas. Hay algo que me digo, ¿quién no es esclavo, quien no es esclavo?. Pero que no me miren, que no me miren con sus ojos delatores y atónitos; que no me miréis, Driss, Abdul, Kabal, , que no me miréis, yo no tengo la culpa.