Ilustración: @pedripol
Pasamos la hoja del calendario. Un año más, 6 de diciembre. Otro día para la celebración. Esta vez, el trigésimo octavo aniversario. Casi ‘na’. Y nuevamente leemos y reelemos cada uno de los preceptos que nuestra Carta Magna incluye prestándole mayor o menor importancia, según qué cosa, según en qué momento estemos y ante qué clamor popular. Y vuelven los sainetes de su modificación, necesaria sí, pero no más aún que el reclamo de su cumplimiento en toda su extensión.
El Día de la Constitución es un día para proclamar, entre otras cuestiones, la necesaria reforma de nuestro sistema político, la innecesaria existencia de un Senado que cada día se parece más a un cementerio de elefantes, las situaciones discriminatorias que se contienen en su articulado y la necesaria inclusión como fundamentales de los derechos al trabajo y a la vivienda digna, éstos bajo la falacia del respeto inalienable que ello conlleva. Pero también es un día para poner sobre la mesa la hipócrita situación que vivimos por quienes imploran que nuestro texto constitucional es papel mojado para acto seguido saltárselo a la torera.
Reclamamos la necesidad de un mejor Estado de Derecho, mientras vulneramos con demasiada asiduidad sus derechos fundamentales. Las últimas limitaciones a la libertad de expresión, al derecho de reunión o de manifestación, son un claro ejemplo de ello. Reclamamos la posibilidad de defendernos frente a las injusticias, mientras convertimos la presunción de inocencia en presunción de culpabilidad. Todo vale para vender papel cuché, incluidas las palabras huecas. Porque asistimos a la insoportable moda de hacer arder en la hoguera a cualquiera, que en cualquier momento y de cualquier modo sea investigado. Un peligroso juego que desmorona nuestro sistema democrático.
Rita Barberá murió inocente ante unos tribunales que administran justicia que eterniza cada una de sus actuaciones. Pero murió culpable en la memoria inquisidora de la sociedad. No tuvo juicio, pero fue repudiada por los propios y por los ajenos. La lloraron en su desgracia y se culpabilizó en su obituario a quienes durante meses la habían perseguido mediáticamente. Rita, rica hasta las trancas, murió repudiada, acosada por la justicia de los medios de comunicación y por la terrenal, la que desespera al más “pintao”. La que te hace levantarte cada mañana con el pavor del escándalo magnificado con el que se cuentan estas cosas y que permiten, aún siendo inocente, que te señalen por la calle o que te retiren cualquier posibilidad de expresarte. Porque ahora, ser investigada es sinónimo de tener que permitir que tu dignidad se vea esfumada de un plumazo, de no poder alzar la mirada cuando paseas, de que te impidan cualquier atisbo de opinión o de expresión como si tuvieras que aceptar que eres un ciudadano limitado en tus derechos. Mientras luchas y sigues luchando para que se respete tu presunción de inocencia y conseguir que, finalmente, la sospecha se convierta en exculpación total y absoluta. El escupitajo en la cara es lo que llena de valentía a aquellos que prenden la mecha del escarnio público. Sí, a los que se han olvidado que tal y como pintan las cosas, más pronto que tarde dejarán de ser héroes de plazas para pasar a ser objeto de la inquisición social, de esa misma que ellos y ellas alimentan. Y ello porque sustentan el descontento de la ciudadanía en los casos investigados, obviando que la ciudadanía está cansada no sólo de esto, sino también de la ausencia de cumplimiento de lo comprometido, de que la política se haya convertido en el refugio de quien no tiene nada fuera de ella y de que al final todo su objetivo se haya reducido al sustento propio de quienes la ejercen, imperando el interés más personalísimo frente al de la colectividad.
Supongo que Rita tendría ganas de gritar a los cuatro vientos que era inocente. No sé si lo sería, una duda que ya no podremos disipar. Mientras tanto, yo defiendo hasta la extenuación el necesario respeto de todos y cada uno de los artículos de nuestra Constitución y repudio por fariseos a todos aquellos que la desvirtúan y no la respetan, también en lo referente a las garantías procesales, al derecho de defensa y a la presunción de inocencia. Porque “odia el delito, compadece al delincuente”, como expresaba Concepción Arenal, eso sí cuando éste lo sea declarado por sentencia firme.
Reformemos la Constitución, modifiquemos nuestro sistema político previo refrendo ciudadano, plasmemos una nueva organización para nuestro país con un mayor reconocimiento a aquellos territorios que sienten de forma inclusiva, incorporemos al capítulo de los derechos fundamentales el derecho a la salud, a la dependencia, a la protección social, al trabajo y a una vivienda digna. Pero, mientras tanto, mientras se decide si se corta o no el melón, utilicemos papel secante para que nuestros derechos, los de todos y todas, no se vayan más al traste.