Fotografía por Jaime Mdc
Primera de tres breves entregas para ayudarnos a pensar, ahora, con otros vientos en las políticas locales –en la política en general-, en nuevas propuestas para hacer de nuestras ciudades y pueblos espacios más participativos, más democráticos; espacios para la construcción de ciudadanía. Propongo que pensemos de manera crítica –y autocrítica- partiendo de las experiencias más próximas.
Aún en la Dictadura, en muchos “barrios obreros”, se constituyeron asociaciones en demanda de dignidad para las maltrechas periferias urbanas de las mayorías humildes. El movimiento vecinal contribuyó a extender la solidaridad entre los de abajo y a crear identidad de barrio. Y arrimó el hombro contra el franquismo y para construir la democracia local. Un puñado de hijas e hijos de vecina vinculados a comunidades cristianas populares, a grupos comunistas, a sindicatos, o a nada y a la vez a todo, con el mal aliento de la represión en los cogotes, nos dieron parte de su juventud; sin medios, con más saberes que letras, con la convicción profunda de tener sólidos anclajes entre la gente y toda la vida por delante.
Se reformó el franquismo, pensamos algunos que demasiado poco, y llegaron las izquierdas a los ayuntamientos. Los cambios fueron innegables y las asociaciones vecinales encontraron, al menos, algunas vías de interlocución con unas autoridades locales con quienes hasta hacía un par de días habían compartido reuniones y protestas. Se le llamó “participación ciudadana”. Y la ilusión por construir la democracia local se redobló. Pero se esfumó pronto. Demasiado pronto.
Pocos años después, salvo honrosas excepciones, la tendencia dominante acabó sorteando al movimiento vecinal, semi-institucionalizado y arrinconado en el mejor de los casos a tratar sobre algunos asuntos del barrio, nunca sobre las cosas importantes de la ciudad, mientras se extendía el clientelismo. Clientelismo de izquierdas, clientelismo de derechas. Únanse los efectos de la desmovilización general que supuso confinar casi toda la acción política en unas instituciones representativas bajo el control de las corporaciones partidistas y la presión de las élites económicas y mediáticas de siempre.
Los noventa llegaron con ayuntamientos más fuertes y asociaciones más débiles. Y la ola de conservadurismo, local y global, conservadurismo de derechas y conservadurismo de izquierdas, apenas permitió un ramillete de “buenas prácticas” participativas, valiosas pero dispersas. Parte de las asociaciones vecinales evolucionaron hacia una suerte de peñas recreativas cuando no desaparecieron o se reconvirtieron en apéndices de los partidos; de los partidos gobernantes en algunos casos, de los partidos aspirantes a gobernar en otros.
Avanzada la década, el análisis de las políticas de participación ciudadana -donde las hubo pues lo general fue ciertamente poco más allá de formalidades y papeles- arrojaba un saldo complejo. De un lado, el modelo impulsado por los primeros ayuntamientos democráticos daba síntomas de agotamiento cuando no de abierto fracaso. Ni los ayuntamientos eran los mismos ni lo eran los barrios, ni las ciudades ni el mundo. Ni las asociaciones vecinales, que comenzaban a coexistir con nuevas iniciativas ciudadanas, formales e informales, más vivas, con relevo generacional y con nuevas preocupaciones y demandas sociales urbanas.
De otro lado, entre estas nuevas minorías más activas, se extendía el conocimiento de procesos participativos, más o menos exitosos en otros lugares, y el de nuevas metodologías participativas más abiertas, horizontales e inclusivas. Teóricos de la participación, activistas sociales y técnicos locales comenzaron a proponer, implementar y difundir nuevas experiencias.
A lo anterior se sumó la preocupación de algunas autoridades, aun desde ópticas moderadas, por la desafección hacia la política y la deslegitimación de las actuaciones públicas, abogando por fórmulas de “innovación democrática” para facilitar las tareas de gobierno. Y sectores transformadores, minoritarios en los ayuntamientos pero con ciertos apoyos académicos y sociales, enfatizaron la viabilidad de nuevos procesos democráticos participativos.
Innovación democrática local y democracia participativa se incorporaron con el cambio de siglo a la agenda local. En realidad, más en un plano discursivo que en prácticas tangibles. Pero en un escenario con más palabras que hechos se hicieron cosas. Algunas interesantes. Y contradictorias.
Continuaremos donde lo dejamos.