Fotografía: Jesús Massó
Voces autorizadas sostienen que la situación actual de crisis social y económica, similar a los 70 pero con mayor desigualdad y por tanto más injusta, explicaría la renovación de los movimientos sociales y una mayor exigencia de participación. Y así, cuando las Mareas de cualquier color parecían lo único que intermitentemente podía mover el marasmo generalizado de la atención a los propios intereses o la desesperada búsqueda de la personal supervivencia… algo pasa en Cádiz. Las iniciativas ciudadanas surgen por doquier: oferta de talleres y actividades de lo más diverso inundan las redes sociales; las mujeres, al grito de empoderarse para crecer en seguridad personal y brindar por la vida, nos alistamos en La Revolución de las Mariposas; hoy los centros educativos se lanzan a “adoptar un monumento” como forma de iniciar desde la infancia la participación en la ciudad; mañana se pone en marcha un proyecto para la dinamización del barrio del Pópulo; grupos profesionales y artistas se embarcan en proyectos colaborativos, talleres y espectáculos que ocupan simbólicamente espacios que se consideraban exclusivos para un arte de élites intelectuales, etc.
Parece ésta una movilización de las “de abajo arriba” porque el impulso nace de un movimiento ciudadano concreto, de un pequeño grupo, de personas con conocimientos específicos e interesadas en lo público, contando en todo caso con el apoyo o un cierto grado de implicación de alguna institución municipal, una cesión de espacios, el compromiso de una persona… Y en coherencia con este impulso se denuncia el retraso de un Plan Estratégico para potenciar la presencia de la ciudadanía en los temas sociales, las asociaciones vecinales ponen en marcha sus propios informes y propuestas, y -con independencia de los intereses que puedan mover a cada grupo- hay toda una exigencia de intervención en los asuntos públicos. Y es que participamos sólo cuando sentimos que hay posibilidades de transformar la realidad y que podemos y debemos formar parte de dicha transformación, tanto cuando denunciamos como cuando proponemos o nos apropiamos simbólicamente de los espacios urbanos o de los tiempos festivos.
Hoy la participación no es sólo una exigencia “desde abajo”; además se ha convertido en garantía de legitimidad democrática, en una muestra de proximidad y transparencia entre la ciudadanía y el poder de las administraciones. Por eso la participación supera las objeciones que tradicionalmente se le adjudican: lentitud en la toma de decisiones, aumento de los costes, presencia de intereses particulares frente al interés general, falta de constancia por parte de unas personas y abandono final, sobrerrepresentación de otras personas o grupos, etc., objeciones que terminan imponiendo la lógica de “a menor participación más eficacia”. Es ésta una lógica perversa que, bajo la excusa de la complejidad de los temas, tiende a concentrar el poder de decisión y de gestión de los asuntos públicos -los que son de interés general- en manos de personas pretendidamente expertas y “neutrales”, y cuya mejor justificación es la de la despolitización de las decisiones, como si ello fuera posible e incluso conveniente.
La generalización de esta dinámica que opone eficacia y participación alcanza en muchos casos al funcionamiento de las propias organizaciones ciudadanas y asociaciones, generando en ellas las mismas deficiencias democráticas que en el ámbito político: desafección de las personas asociadas en lugar de compromiso, opacidad respecto a las decisiones en lugar de transparencia, etc. Conviene, por tanto, avanzar en la búsqueda de nuevas formas de participación que pongan de manifiesto que, en la práctica, eficiencia y participación se complementan. Más aún, generalmente sólo cuando la gente ha podido participar en las deliberaciones es capaz de aceptar y compartir decisiones, incluso si éstas no le son favorables. Por eso la participación es hoy una indispensable estrategia de inclusión que ha de estar incorporada en todo tipo de entidades sociales, en el ámbito educativo y en la administración de la ciudad. Desde la educación cívica se sostiene que la participación mejora a la ciudadanía al generar hábitos de interacción positiva: obliga a argumentar para defender el punto de vista propio, incentiva el respeto, la empatía y la solidaridad, y lleva a compartir responsablemente las consecuencias -buenas y malas- de las decisiones.
Y si es así ¿por qué a pesar de todas sus potencialidades es tan difícil comprometerse y participar de forma mayoritaria? ¿Es sólo cuestión de falta de cauces y formas adecuadas y nuevas de participación? Supongo que las razones para el retraimiento pueden ser tan diversas como queramos, aunque podemos reducirlas de manera simplificada: a) la dedicación exclusiva a las ocupaciones particulares; b) el desinterés o la desconfianza hacia lo común, hacia la cosa pública. Sin embargo, creo que existe también una potente razón disuasoria: c) el temor a que se nos asocie con…, el miedo a pasar de ser considerados participantes a cómplices, el fuerte rechazo a que se pueda creer que se está tomando partido por un partido, por el que en ese momento tenga responsabilidades de gobierno. En todo caso participar es, según el diccionario de la RAE, “tomar parte en algo”, “recibir una parte de algo”, “compartir”, “tener parte en algo” e incluso comunicar. Por tanto podemos entender la participación como tomar parte en los asuntos públicos, recibir una parte de las responsabilidades ciudadanas, compartir tareas comunes, tener parte en las deliberaciones, es decir, tomar partido por la ciudad, por las personas, por una causa justa, etc. ¿Algo no apropiado para espíritus timoratos?