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Fran delgadoIlustración: pedripol

Hasta hace unos días el escenario catalán planteaba la difícil celebración de un referéndum ilegal que carecía de las garantías mínimas para su éxito. Se llegaba a esa situación en un crecimiento exponencial de la tensión entre el Govern de la Generalitat y el Gobierno del Estado español. Tras el encadenamiento de una serie de despropósitos mutuos, cuyo origen es comúnmente señalado en el recurso contra el Estatut y la recogida de firmas que planteó el PP de Rajoy contra el mismo, el Parlament dio un paso más en esta carrera de torpezas desafiando la legalidad vigente con la aprobación de la celebración del referéndum y la ley de transitoriedad.

El escenario de desatinos políticos acumulados se ha elevado debido al planteamiento de las posturas falaces que defienden cada una de las partes contendientes en el conflicto.

Por un lado, el Gobierno de Rajoy expuso un relato político simplista, falso e inconsistente pero que puede ser entendido por cualquiera: “El referéndum no es legal y, por lo tanto, no es democrático”. Esta afirmación lleva implícito que lo legal es democrático y que, por consiguiente, lo ilegal no lo es. Y eso es una falsedad rotunda. La legalidad es un requisito para la existencia de democracia, pero no funciona de igual manera en sentido contrario. De hecho, todas las dictaduras tienen un ordenamiento jurídico sobre el que se sustentan, pero no por ello son precisamente democráticas. Igualmente, la afirmación del Gobierno conlleva un status quo en el que prevalece la ley como elemento legitimador de sí misma. Un argumento que parece propio del positivismo kelseniano, totalmente formalista, que se aleja de cuestiones políticas o sociológicas y lo lleva a un callejón sin salida. Porque el derecho fundamentado sólo en el propio derecho tiene una lógica perversa. La ley debe ser flexible y dinámica y tener la capacidad de adaptarse, y cambiarse si fuera necesario, para acometer los diferentes cambios sociales, políticos y de valores a los que pueda someterse una sociedad. Desligar la fundamentación de elementos morales, sociales y políticos es tramposo. La consecuencia inmediata de ello, es decir todo lo que entienda la legalidad de la manera descrita, no es sino una forma de encubrir algo muy español como decir “aquí las cosas se hacen así porque yo lo digo”, por decirlo de manera suave.

Por otro lado, el Govern de la Generalitat articula su discurso para defender el referéndum sobre la siguiente afirmación: “votar es sinónimo de democracia”. Este argumento está al mismo nivel que el del Gobierno del Estado en cuanto a su falsedad. Es cierto que para que exista democracia es necesario que se pueda votar, pero por el mero hecho de votar no puede considerarse un régimen democrático. La democracia necesita, entre otras cosas, las garantías legales mínimas necesarias para que el ejercicio de ese voto se haga en libertad. Como en el caso anterior, existen ejemplos más que conocidos de dictaduras en las que se votaban (incluso referéndums y, curioso, siempre ganaban) y no por ello eran consideradas democráticas. Además, lo que también se sustrae del planteamiento del Govern es que, al ser conocedores de que no existe un choque de legalidades ya que una no lo es, deben de trasladar el ámbito de la legalidad al de la legitimidad, dando un paso hacia el terreno político, el que siempre han reclamado. Es decir, situando a la democracia por encima de la ley se incita a la desobediencia de cargos electos, funcionarios y ciudadanía en general. La desobediencia civil tiene fuerte tradición en la historia de las ideas políticas desde el tiranicidio y puede ser una manera de buscar legitimidad de las acciones políticas y legislativas, pero si se quiere apostar por la desobediencia lo coherente sería que siguieran esa línea, asumiendo las consecuencias que conllevan. Intentar una confrontación de legalidades inexistente e incitar a la desobediencia al mismo tiempo es hacer trampas al solitario.

El estado de las cosas se vio alterado drásticamente los días pasados con la actuación desproporcionada del Estado español en Cataluña. Los contrarios al referéndum podrán decir que simplemente se está aplicando la ley, pero la aplicación de la misma en el ámbito de un conflicto político de estas magnitudes debe llevar necesariamente un elemento de ponderación y proporcionalidad en las acciones, y esta circunstancia, parece evidente, ha sido sobrepasada. Con sus actuaciones, el Estado ha conseguido convertir la cuestión independentista en una lucha por los derechos y libertades en Cataluña. Y eso es un grave error porque supone asumir el paso del ámbito político al social. La respuesta no se hizo esperar y miles de personas salieron a la calle, no ya pedir el referéndum y la independencia sino pidiendo que se respetaran sus derechos y las instituciones catalanas para defender lo que entiende que está siendo atacado. Se ha producido una expansión en la socialización de un conflicto que dividía a los catalanes en dos y que trasciende a la celebración del referéndum y que habrá que afrontar pase lo que pase el 1 de octubre. El planteamiento desde la sociedad catalana ya no se proyecta sobre la dicotomía referéndum sí o referéndum no, sino sobre defender la democracia frente a la represión. A la cuestión emocional y sentimental de pertenencia colectiva, se añade ahora una serie de valores relacionados con la defensa de la justicia y la democracia. El terreno está justo donde pretenden los independentistas, con una movilización ciudadana sin precedentes y la recuperación de una atención internacional, e incluso alguna simpatía, de la que antes carecían. Es más, la protesta se extendió a diferentes ciudades de España que, con independencia de la posición de los ciudadanos respecto al asunto independentista, se posicionaron solidariamente a favor de de los derechos y libertades. Se habían pasado líneas rojas, aplicando de facto el art.155 CE sin asumirlo públicamente. Nuevas trampas al solitario.

A pesar de lo que pueda acontecer en los próximos días, la realidad catalana será lo que ocurra a partir del 1-O. Habrá que superar los falsos dilemas que plantean los actores en disputa. Ni la desobediencia es un acto totalitario, como afirma Rajoy, ni querer que Cataluña no se independice lo convierte a uno automáticamente en un fascista, como pueden defender los independentistas. Entrar en ese juego no sólo es peligroso, sino que sirve únicamente para distanciar más a unos bloques que están atrincherados, inmóviles, y acrecentar la división de una sociedad que merece y necesita otras alternativas. Con independencia de lo que ocurra el 1-O, lo que parece seguro es que se celebrarán elecciones y, gracias a la incapacidad para la negociación (o la negación de la misma directamente) del Gobierno de Rajoy, los independentistas podrían ir como bloque con un programa político en el que el referéndum será un elemento del pasado, ya superado, amortizado y dejado atrás, y se entraría en un nuevo estadio más avanzado del procés a la independencia.

No hay marcha atrás, pero alguno aún no se ha dado cuenta. Si piensan que las miles de personas que han salido a la calle estos días se van a echar atrás por intervenciones judiciales o policiales es que no han entendido nada. No es casualidad que los que se oponen más enérgicamente a la celebración del referéndum sean las mismas personas que se refieren a los catalanes como “polacos” o se ven representados por los grupos políticos que gritaban con desprecio a los diputados catalanes “No volváis”. No los quieren, pero no soportan la idea de que puedan independizarse. No es una cuestión de paisanaje sino de poder y subordinación. En cualquier relación, en la que hay dos partes enfrentadas, este tipo de planteamientos no deberían tener cabida si se desea que ambas la vean como satisfactoria. Por el contrario, en vez de ese patriotismo sectario, lo que deberían realizar es una estrategia de seducción que ofreciera alternativas posibles a los catalanes para sentirse parte de una España que respete honestamente su singularidad. Porque lo que parece indudable es que, visto lo acontecido, la única salida viable que no incremente más la división social y política catalana es la realización de un referéndum pactado con garantías para ambas partes. Y si es necesario, como es el caso, que se cambie la legalidad para que los catalanes puedan decidir su futuro. Es más, los partidos políticos no nacionalistas deben ayudar a ello y no negar una realidad social y política que les desborda. El principal problema existente para poder llevar a cabo esta política mutua de persuasión es ese patriotismo de hojalata que se esconde tras todo ese cúmulo de falsedades. Como afirmaba en Senderos de Gloria el Coronel Dax (interpretado por Kirk Douglas) “El patriotismo es el último refugio de los canallas”, y para solucionar la situación se necesita de políticos valientes y de alta talla intelectual, y la verdad es que los que hay ahora mismo en la vida política actual, por mucho que se escondan tras su patriótica bandera, no dejan de ser meros canallas.

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