Fotografía: Jesús Massó
Seguramente, los hombres y mujeres de todas las épocas han pensado de sí mismos que vivían tiempos difíciles. Mucho más cuando esos tiempos fueron de guerra, hambruna, peste… Así que no somos nada originales cuando, en estos años que nos ha tocado vivir, despotricamos del presente y miramos al futuro con incertidumbre y pesimismo.
Pero, más allá de esa mirada fatalista que ha debido ser una constante histórica, creo que no erramos al sentir y pensar que nunca antes como ahora, en esta primera parte del siglo XXI, enfrentamos incógnitas y retos inéditos para la humanidad.
Cuando hace 25 años, mal contados, el añorado Ramón Fernández Durán publicaba “La Explosión del Desorden”, quienes le tacharon entonces de catastrofista radical no podían imaginar que sus vaticinios sobre la crisis y el agotamiento del sistema iban a verse confirmados y desbordados por una realidad aún más cruda, en un plazo más breve del previsto.
Efectivamente, hoy es evidente, salvo para quienes se empeñan a mirar para otro lado, que el futuro que viene es oscuro como boca de lobo.
Para confirmar esa inquietante evidencia, Donald Trump acaba de tomar posesión de su mandato imperial, Marine Le Pen amenaza con ganar las elecciones francesas, la Unión Europea abandona a su suerte (y a su muerte) a cientos de miles de refugiados, y, en suma, el neofascismo, que ya no necesita de golpes de estado violentos o de falanges de matones uniformados, vuelve a mostrar su cara, ahora maquillada de democracia.
Y, entre tanto, los problemas derivados del cambio climático, que algunos insisten en negar y muchos parecemos ignorar, no hacen sino crecer, entre saltos de júbilo mediático por la suerte que tenemos de poder bañarnos en las playas cantábricas en pleno invierno (¡y la de turismo que eso va a traer!) y lamentos por las inundaciones o nevadas históricas que colapsan regiones enteras.
Pero no crea el lector que este artículo ha sido escrito, como amenaza su título, para amargarle la cena (o el desayuno, la comida o la merienda). A estas alturas del desorden que vivimos, estoy convencido de que pocas cosas consiguen ya sobresaltarnos, o, al menos, hacerlo durante el tiempo suficiente para que nos produzcan alguna indisposición.
Hemos desarrollado, individual y colectivamente, unos poderosos mecanismos de defensa, una coraza psicológica que nos permite ver retransmitidos en directo matanzas, naufragios masivos, hambrunas horribles, catástrofes medioambientales o cualquier otro desastre, sin que se nos estropee la digestión.
Todas esas situaciones extremas, que no son sino síntomas del desastre global de un sistema agotado, han pasado a formar parte del paisaje cotidiano demostrando que es cierto eso de que “tragamos con todo”. La prueba es que una gran mayoría social, incluidos los sectores más preparados y conscientes de lo que está pasando, seguimos a nuestra bola, consumiendo como si nada pasara y mucho más preocupados por el ascenso (o descenso) de nuestro equipo de fútbol o por los avatares del Concurso de Carnaval (¡Carpe diem!).
De estos temas, del futuro más que incierto que se nos viene encima, no se habla en las charlas de la barra del bar, ni en las tertulias televisivas, en las columnas de los periódicos, o los discursos de los políticos… Existe un pacto de silencio para no molestar al personal, no vaya a ser que cunda el pánico, que cambien de canal, o que no nos voten en las próximas elecciones. Y una fe ciega (y mágica) en que, antes de despeñarnos por el barranco, surgirá algún milagro tecnológico que venga a salvar a la humanidad del colapso final.
Pero, repito, no abrigo la pretensión de inquietar a nadie con este artículo. Es difícil competir con el poder hipnótico de Matrix. Solo tengo el magro consuelo de saber que, por razones biológicas inapelables, propias de la naturaleza humana, no tendré el gusto de asistir personalmente a la apoteosis de este proceso histórico que parece conducir inexorablemente a la voladura del sistema. Cuando las cosas se pongan de verdad de verdad “calentitas” (amigos y amigas, esto no ha hecho más que empezar) serán ustedes (particularmente los más jóvenes) quienes tengan que lidiar ese toro.
Una coletilla (para animar la sobremesa):
A pesar de todo, no cabe ceder al desánimo. Como decía Eduardo Galeano: «hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores». Porque, siendo cierto todo lo anterior, también es verdad que, aunque sea contracorriente, son miles, millones las personas y los grupos que trabajan en todo el mundo para transformar esa dura realidad, para construir otro mundo posible.
Y no tengo duda, todos esos grupos y sus iniciativas son las semillas de un mundo mejor que llegará más temprano que tarde. Aunque el parto sea doloroso. Aunque muchos no lleguemos a verlo.