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Plurinacionalidad

Fotografía: Jesús Massó

Europa se rompe. No solo por el Brexit. Europa se desmorona porque el sentimiento nacionalista va desapareciendo, el europeismo se está consumiendo como una cerilla que ha ardido y brillado durante 30 años y que ahora se encorva sobre sí misma, presentando sus últimos estertores.

El Tratado de Lisboa recoge como valores fundamentales de la UE la libertad, la dignidad humana y los derechos humanos. Todos ellos violados y mancillados durante la crisis siria de refugiados, por ejemplo. También plantea que la finalidad de la Unión es promover la paz y el bienestar de sus pueblos. Bienestar que está siendo dinamitado por los mismos gobiernos que firmaron el tratado.

Mi generación ha nacido europea y se ha educado (o maleducado) como perteneciente a la Unión Europea. Un paraíso de libertades, fraternidad y desarrollo. Eran los años 90. España iba bien. Como a su hija pequeña, Europa nos amamantaba con una inyección de capital que nos hacía crecer e igualarnos a nuestros hermanos mayores. Una inyección de capital que sirvió para que muchos de nuestros dirigentes se llenaran los bolsillos mientras se rompían la garganta fuera de nuestro país defendiendo la Marca España. Patriotas de pulserita. España hipócrita como ninguna.

Durante la guerra fría, la URSS era un constructo formado por muchas identidades distintas, sometidas bajo el yugo de un gobierno opresor con respecto a lo que se define como libertad ideológica. Pero también era una potencia mundial y sus habitantes se sentían orgullosos de defender su bandera, su himno y su nación frente al avance imperialista y capitalista de los EEUU. Morirían por su patria. Una generación más tarde, todos esos estados han quemado la bandera soviética y han enterrado su himno. Ya no se sienten representados por aquellos símbolos. Algo similar está ocurriendo en Europa. Ya no nos representan los dirigentes europeos. Ese sensación de pertenecer a algo más grande no ha calado como pretendían allá por los años 80. Es fácil desarraigarse de una asociación así porque no está clavada tan honda en el inconsciente de nuestro país. Sin embargo, renegar de España es distinto.

Desde pequeños nos inculcan el amor a la patria, a nuestra bandera, a nuestro himno. Como si de un estado religioso se tratara, se nos adoctrina en la admiración y el respeto hacia los símbolos que representan al poder. Aquel que no se sienta identificado con dichos símbolos será calificado de antiespañol, como si de un hereje en tiempos de la inquisición se tratara. Ser antiespañol es lo peor que puedes ser en España.

Cierto es, sería absurdo negarlo, que aún hay una inmensa España grisácea, marrón y verde que huele a rancio. Esa España adoradora de vírgenes y vitoreadora de toreros. Esa España que no siente un golpe en sus entrañas cuando ve una bandera franquista o escucha el Cara al sol. Esa España amante de lo tradicional, de la picaresca, que no avanza, que se cubre de la lluvia del progreso bajo la sábana de nuestra reciente dictadura. Esa España. La España de Berlanga. Esa España que no me representa. No puedo evitarlo. Si siempre se amparan en que es un cuestión de sentimientos, más a mi favor. No lo siento. No me emociona oír el himno ni se me eriza el vello cuando se iza la rojigualda. Y eso no quiere decir que sea menos español que nadie. Soy igual de español que aquel que se cubre con la rojigualda o que tararea el himno cada vez que lo escucha. Quizá es que no me adoctrinaron tan bien. Quizá el sistema falló conmigo. Quizá es eso lo que le ocurre a muchos catalanes. Así como a vascos. Incluso a gallegos, valencianos, canarios, andaluces…

Quizá algunos partidos políticos han utilizado esa sensación de desarraigo para promover un sentimiento más grave, un sentimiento de odio hacia el resto. Quizá haya sido la mejor jugada política realizada en nuestro país en varios años. Quizá no sea un disparate que cientos de miles de catalanes quieran irse de aquí. A mí no me extraña. El problema es que nadie se haya preocupado por convencerlos de lo contrario, de transmitirles que podemos lograr cosas juntos que difícilmente podríamos hacer separados.

Quizá sea hora de abrir la mente e intentar comprender ese sentimiento cada vez más mayoritario, no solo en Europa, sino en todo el planeta. Quizá haya llegado el momento de romper con el pasado y crear un futuro juntos, que no revueltos. Quizá, solo quizá, hayamos llegado a un punto de no retorno. Un punto en el que la Constitución, ese libro amarillento y mohoso por el paso de los años, tenga que ser modificado sustituyendo las palabras escritas por herederos de la dictadura por frases nuevas, construidas desde el diálogo y no desde el miedo.

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