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Arguez

Fotografía: Jesús Massó

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Plaza de San Juan de Dios. Sábado de luz. Una multitud emocionada grita eufórica ante un joven que, desde el balcón del ayuntamiento, agita el bastón de mando de la ciudad y lo ofrece a sus vecinos. Han pasado ya dos años de este gesto simbólico que aún conservamos en la memoria. Dos años. Y parece, sin embargo, que hace mucho menos. O quizá mucho más.

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El campo de batalla de los gestos simbólicos ha marcado gran parte de la estrategia política que el nuevo equipo de gobierno ha desarrollado en esta media legislatura, especialmente representada en los tics primeros de José María González y su carismática figura. Recordemos: La estampa del nuevo alcalde, recién elegido, haciendo resistencia civil junto a parte de su equipo frente a un desahucio, la sustitución del cuadro de Juan Carlos de Borbón, presidiendo el despacho de la alcaldía, por el retrato del mítico Fermín Salvochea o el atuendo consuetudinario que el alcalde lucía en actos institucionales rompiendo deliberadamente el protocolo indumentario… Ninguno de ellos fueron gestos casuales o extravagantes, sino que respondían a una firme intención de desmarque simbólico hacia todo lo que había venido representando la hegemonía del antiguo régimen. Así lo interpretamos muchos y por eso entendimos que, tras esos llamativos ademanes que tanto parecían irritar a la prensa, se escondía la firme voluntad de trazar un desmarcaje simbólico con todo lo que le precedía, así como una expansiva manera de proyectar las ansias de cambio que acompañaban a su recién estrenado gobierno.

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Esta política de gestos (ninguno vacuo, ninguno estéril) no sólo se desarrolló en los primeros meses de gobierno sino que se vinieron manteniendo, con mayor o menor repercusión, en la agenda política de los dos partidos que sustentan el ejecutivo municipal. Las asambleas ciudadanas de rendición de cuentas que trataban de invocar los modos quincemayistas, el juego del gato y el ratón con las  banderas para mayor irritación del gobierno central o las donaciones con fines sociales de ciertos excedentes salariales (ahora, ya sí, sin exhibiciones públicas, por fortuna) son prueba inequívoca de que no estábamos ante las simples contorsiones escénicas de un grupo de principiantes, sino que han formado y forman parte intrínseca de los nuevos modos de gobernar en las políticas del cambio.

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Frente a esto, la estrategia de la oposición en estos dos años (principalmente la del PP) ha sido básicamente la de repetir que “estos jovenzuelos son unos pésimos gestores”, que “forman una panda de unos ineptos que están perdidos”, que “no saben gobernar un ayuntamiento” y que “van a llevar a la ciudad al abismo” (¡como si la ciudad no lo estuviera ya de antes!). La acritud reconcentrada, los aires de superioridad y el desdén seudopaternalista con que durante los plenos se han dirigido en estos dos años a los nuevos concejales (modos perfectamente sintetizados en esa testosterona agresiva y grotesca que rezuma la retórica de Ignacio Romaní) no han escondido más argumento que el de que estamos ante unos “malos gestores” de la cosa pública, sin ceder un centímetro de terreno en su presunta dignidad de “perdedores” del poder y no reconocer los gravísimos errores de gestión de los gobiernos anteriores de que fueron responsables directos. Dime de qué presumes y te diré de qué careces.

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Sin embargo, este mantra repetido obstinadamente por la oposición y sus voceros (el papel de los medios escritos en estos años merecería análisis aparte) se iba poco a poco estrellando contra la realidad: los datos de saneamiento económico y la disminución de la deuda a proveedores iba menguando a vista de la gente y las cuentas de las arcas municipales (arrasadas tras largos años de una funesta gestión económica provocada por los que al parecer sí que se autoconsideran “buenos gestores”) iban poco a poco recuperando el precario equilibrio para un ayuntamiento que parecía abocado a la bancarrota. El despilfarro y el endeudamiento que tras las alfombras rojas escondía el teofilato (maravillosamente representado por escandalosos ejemplos como la despilfarradora gestión de CádizConecta y sus esperpénticas cuentas de gastos –¿recuerdan lo de las “gafas espía”?-) se ha ido en estos dos años tornando en cierto ordenamiento racional en el interior de palacio, en la recuperación de la dimensión social de las empresas municipales o en paulatinas muestras de saber gestionar y administrar el menguado erario público. Sobre si el saneamiento de la deuda a costa de recortar en inversión social es algo deseable (o no) se podría abrir otro debate. Pero no será aquí. Lo incontestable es que poco a poco se ha ido extendiendo entre la opinión general de las vecinas y vecinos que, digan lo que digan los medios y la oposición, estas “chicas y chicos” del equipo de gobierno, a pesar de sus dudas, sus errores y sus tambaleos, tienen cada vez más claro dónde se encuentran y a dónde quieren llegar. Así que ese endeble argumentario, basado en la descalificación y el descrédito, que el PP ha estado usando como arma arrojadiza contra el alcalde y su equipo no solo estaba empezando claramente a perder efectividad sino, incluso, pareciera que se ha comenzado a volver contra ellos mismos.

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Y es aquí donde, en estos últimos meses, el Partido Popular ha encontrado un nuevo (y amenazador) filón táctico para plantear una oposición peligrosa, quizás erosiva, sobre el equipo de gobierno: lo simbólico. El chispazo de detonación lo ha parecido representar, precisamente, la última mueca simbólica relevante que ha realizado el gobierno de González Santos: la entrega por iniciativa popular de la medalla de la ciudad a la talla de una virgen católica. Este gesto, al que en principio no le quisimos dar demasiada relevancia a pesar del debate (y las bromas) que generó, parece que ha acabado marcando en gran medida la nueva táctica opositora del PP. Ese guiño municipal de condescendencia (o empatía, quizás) hacia el Cádiz católico y popular ha acabado generando una corriente de desapego y hasta de irritación entre algunos de los propios simpatizantes y votantes de PCSSP y ha terminado causando más rechazo entre las filas propias que simpatía entre las contrarias. Y lo que es, en realidad, lo importante: ha abierto una brecha en el terreno de lo simbólico que el PP no ha dudado ni va a dudar en aprovechar, consciente de que estas presuntas “contradicciones ideológicas” acaban realmente produciendo un no desdeñable desgaste interior (en la población partidaria del alcalde, en las formaciones políticas que lo sostienen y hasta en el propio equipo de gobierno). A esto se debe, sin ir más lejos, que ahora se solicite al pleno que se nombre hijo predilecto al sacerdote tal, que se bauticen calles con nombres y apellidos de muchachos asesinados o que se condenen no sé qué asuntos de algún remoto país latinoamericano. Esta estrategia de las trampas simbólicas puede colocar al alcalde, una vez mostrada a las claras su debilidad, en una situación delicada, toda vez que, de seguir así la oposición, no sería de extrañar que se acabe solicitando al pleno que, ya puestos, se rebautice a la Caleta como “Playa don José María Pemán” o que se estampe en el pendón la mismísima efigie de Fray Diego de Cádiz.

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Se abre, pues, un nuevo campo de batalla. Uno, además, en el que el alcalde y su equipo han sabido hasta hoy moverse como gato por los bloques, pero en el que, sorprendentemente, parecen las cañas ahora convertírseles en lanzas. Ceder terreno en el campo de lo simbólico puede ser un error que perjudique no ya al imaginario colectivo que representa este equipo de gobierno que, con el alcalde al frente, ha sabido paso a paso ganar afinidades públicas sino que (y esto es lo más preocupante) puede ensombrecer los logros de gestión que se vayan consiguiendo en el día a día. Dar pasos en falso en este pantanoso terreno, caminar sobre este delicado campo de minas, puede causar mucho daño a la fortaleza futura del proyecto de transformación ciudadana que se ha abierto con esta nueva etapa de la vida municipal. Mucho más de lo que pueda parecer.

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Y es cierto: no podemos dar a lo simbólico más importancia de la que tiene. Pero tampoco menos.

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