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Pedro castilla
Fotografía: Jesús Massó

Discernir y distinguir lo que está bien de lo que está mal y actuar en consecuencia no es fácil en este mundo actual. Un mundo complejo, en el que los medios de comunicación se encargan de enturbiar aún más la realidad, con el objetivo de confundirnos y alinearnos, bajo intereses alejados de una moral honesta.

Nuestras conciencias deben librar interminables batallas para que sea la prudencia la que marque el fiel de la virtud y no lo haga un grosero exabrupto, una pusilánime indiferencia o una cómplice alineación con el mal.

¿Qué consecuencias tendría actuar correctamente ante la violencia, ante las guerras de poder, la hambruna, la escandalosa desigualdad existente, los desahucios, el desempleo o la emigración?

¿Es prudente callar ante una injusticia, permitiendo con nuestro silencio que esta se instale y se asuma? ¿Y ante una mentira? ¿Cómo ocultar el sufrimiento humano bajo la parsimonia de no señalar a quienes lo producen? ¿Denunciar un problema -sin profundizar en las causas ni las instituciones o personas que lo producen- es una manera de apaciguar la conciencia? ¿Cómo hallar equilibrio moral entre el prudente silencio o la responsable denuncia?

Suena fuerte llamar sepulcros blanqueados o raza de víboras a aquellos que provocan el sufrimiento, al igual que lo es tirar la mesa de los dirigentes económicos que tanta miseria, desesperación y muerte están ocasionando a la humanidad. Pero, si la moderación nos inclina a callar, asumir o rezar, ¿no es quizás nuestra indiferencia un cómplice con el mal?

Las fronteras entre el bien y el mal no quedan hoy definidas por una verdadera moral humana sino por unas leyes contranatura elaboradas desde el poder bajo la falaz excusa de facilitar la convivencia humana. Valores humanos propios de la espiritualidad o de la naturaleza  humana -como la acogida a un emigrante o refugiado, proteger a la madre naturaleza, negarse a tomar un fusil para matar a otra persona, ahorrar en presupuestos municipales para reinvertirlos en obras sociales o en planes de empleo o denunciar el mal que provocan estas injustas ordenanzas- se sitúan hoy en el terreno de lo delictivo.

¿Hasta qué punto la prudencia debe impedir que nuestras acciones no traspasen los límites de lo “sensatamente” correcto, marcado por arbitrarias leyes y sentencias, que contradicen a una verdadera moral humana fundamentada en la fecunda fraternidad que promueve el amor? El amor, única arma capaz de conseguir la paz y la felicidad mundial.

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