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J jarillo
Fotografía: Jesús Machuca

La Navidad en Cádiz siempre es especial. No por el cariz católico de las fiestas, ni por la avalancha de seres ávidos de consumo que inundan Columela y la transforman en Mordor. Aquí la Navidad viene acompañada de tardes de temperatura agradable y viento en calma. No es la fría, blanca y preciosa Navidad que nos venden los cuentos infantiles y las películas de Hollywood, pero a nosotros nos basta. O al menos debería bastarnos.

Este año, la Navidad ha sido un poco más especial si cabe. Sobre todo para los gaditanos y gaditanas que le dedican parte de su vida al carnaval -sea de manera empresarial o como mero divertimento-. Para ellos la Navidad de 2017 ha sido una neblina que llegó cargada de felicidad consumista y que, tras disiparse arrastrada por las lluvias, nos deja ese aroma a erizo, vino y copla, más típico del mes de febrero. Nos fuimos a la erizá con los regalos de reyes sin guardar y con la barriga llena de alfajores. Y mira que era algo previsto desde hacía tiempo pero aquí, en Cádiz, es que somos así.

Nos quejamos si la Navidad queda cerca del Carnaval pero también lo hacemos si pretenden ponerle una fecha fija al mismo, que las tradiciones no hay que tocarlas ni aunque sea por el bien del pueblo. Protestamos si no hay suficientes luces que alumbren las calles para aumentar el consumo y también hacemos lo propio si hay demasiadas, que el ayuntamiento no está para derrochar y esos adornos son prescindibles. Si el Perdón no sale (como a Carmena) no se lo perdonaremos jamás pero si decide modificar su itinerario para adaptarse, jamás se lo perdonaremos. Si nuestra ciudad no tiene vida nocturna nos quejamos porque la están matando y si, por el contrario, hay ambientito en la capital, matamos a los gobernantes porque no nos dejan vivir. Si le cambian el nombre a una calle, que previamente ya había visto su nombre alterado por la idiosincrasia de la propia urbe (la pueden llamar como quieran, para la mayoría seguirá siendo Canalejas), nos quejamos. Si baldean las calles en verano todas las noches protestamos porque se derrocha mucha agua y se nos mojan los pies volviendo a casa en chanclas, y si las calles están sucias ponemos el grito en el cielo porque no se baldea y escamonda lo suficiente. También, como no podía ser de otra manera, protestamos si se adelanta la cabalgata de Reyes Magos para que no le caiga encima medio diluvio. Y por supuesto también hemos protestado cuando ha salido a su hora y nos hemos comido un chaparrón -y es que con los paraguas llenos de caramelos, no podemos protegernos de la lluvia-.

Aquí da igual que sea Navidad, Carnaval o Semana Santa. La verdadera fiesta del gaditano es la queja, el uso hasta el límite de la capacidad crítica. Crítica hacia otros, por supuesto, que la autocrítica en el gaditano medio es casi inexistente, por no decir nula. Cádiz es lo mejor del mundo. El gaditano es simpático, superviviente, chovinista y muchísimas cosas más. Pero en cuestión de religión, el gaditano es protestante. Podrían quitarle el nombre al estadio y ponerle Martín Lutero porque, al fin y al cabo, vamos a protestar lo llamen como lo llamen.

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