“Las calles son unas alcantarillas enormes
y dichas alcantarillas están llenas de sangre
y cuando el alcantarillado al fin forme una costra,
todas las alimañas se ahogarán.”
Diario de Rorschach.
12 de Octubre de 1985
-Watchmen-
Para los que no lo sepan todavía -algo normal en un país lleno de necios-, un Estado de derecho es un estado cuyo poder y actividad están reguladas por ley. Básicamente es un modelo de orden para un país. Según este modelo, el país se rige por un sistema de leyes escritas e instituciones ordenado en torno a una constitución. Cualquier medida tomada y desarrollada por el Estado debe estar sujeta a una norma jurídica escrita y las decisiones de sus órganos de gobierno han de estar sujetas y guiadas por la ley y el respeto a los derechos fundamentales. Vamos, como ocurre aquí en España.
El Estado de derecho surgió originariamente como la antítesis de un Estado absolutista. Nació y se afianzó como una vuelta de tuerca en los estamentos para que la burguesía pudiera transmutar en poder político el poder económico que empezaba a atesorar. El estado de derecho vio la luz bajo el paraguas de la desconfianza social hacia los gobernantes. Creció escalando un muro de reticencias al ínfimo control que la sociedad burguesa, devenida en clase media (al menos la poca que queda en el siglo XXI), que entonces comenzaba a acumular un poder económico importante, tenía sobre sus propios mandatarios. Tras sus inicios -y después de importantes avances- evolucionó a un Estado constitucional, reptando entre lodazales carmesí de sangre y polvo, con el triunfo de la democracia a finales del s. XVIII en la Revolución Francesa y en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América.
En los últimos meses estamos saturados del uso de la expresión “Estado de derecho/Estado constitucional” como si de algo trivial se tratara. Estamos cansados de que ese modelo de gobierno sea el escudo tras el que se esconden los partidos “constitucionalistas” para hacer y deshacer a su antojo. Refugiándose detrás de tal proclama han suprimido y eliminado competencias autonómicas, han privado de libertad a personas por simples discrepancias políticas y han saqueado las huchas de los abuelos de nuestros nietos para paliar nosequé crisis financiera. Nuestros gobernantes han corrompido el Estado de derecho. El problema no es que tengamos políticos corruptos; nuestra crisis política viene determinada porque el sistema de gobierno en su integridad se encuentra podrido desde la raíz hasta las ramas más altas. Pero ya está bien. Ya basta de mirarnos el ombligo, que España es solo una sucia muestra de lo que ocurre en el resto del planeta.
La decrépita evolución del Estado de derecho a lo que predomina hoy en día en los países desarrollados radica en que la clase media trabajadora, junto con su capacidad de presión social y política, ha sido sustituida por una élite de estamentos (congregaciones religiosas, grandes empresas y corporaciones, organizaciones no gubernamentales, etc…) que con sus diferentes lobbys o grupos de presión son capaces de determinar las directrices políticas, económicas y sociales de un país. Estos grupos de presión generalmente responden a intereses privados y su función es favorecer a esa minoría que vigila el comportamiento de nuestros gobernantes para que estos cumplan con su cometido: perpetuar la supremacía de esos estamentos mediante el desarrollo de leyes para que sus actividades, carentes de moral, sigan siendo legales.
El mayor desastre reciente cuya culpa reside única y exclusivamente en la corrupción del Estado de derecho fue la Crisis del 2008. Diferentes multinacionales financieras se dedicaron durante años a vender activos hipotecarios tóxicos como si fueran productos económicos de garantía. Dicho de otra forma, dieron gato por liebre al permitir que sus clientes invirtieran sus ahorros en hipotecas que ellos sabían que jamás serían pagadas. Para rematar la jugada, las agencias de calificación otorgaban a esos activos tóxicos elevadas puntuaciones en escalas de fiabilidad, considerándolos activos de calidad -cobrando cantidades astronómicas por ello- y las grandes aseguradoras cubrían a los bancos de cualquier posible pérdida. Básicamente es como si nosotros pudiéramos asegurar una casa ajena contra incendios para después ir, prenderle fuego y cobrar el seguro. Usted se queda sin casa, pero todos nos llevamos el dinero de la aseguradora. Ahora imagine que su casa la aseguran un millón de personas a la vez y que todas pretenden cobrar cuando su casa se incendie. No parece económicamente rentable, ¿verdad?
Pueden imaginarse lo que ocurrió cuando los trabajadores quedaron en paro: dejaron de pagar sus hipotecas, los inversores perdieron el dinero invertido en favor de esas hipotecas, las aseguradoras tuvieron que pagar miles de millones a los bancos y quebraron, arrastrando con ellas a todo el tejido económico del país (y casi del planeta). Todo esto fue posible porque el gobierno había ejecutado leyes que favorecían dichas actividades, desregularizando el sistema bancario. Estas leyes fueron redactadas por exdirectivos de las mismas entidades que posteriormente llevaron a cabo la estafa. Al parecer, las puertas giratorias son de ida y vuelta y no solo son cosa de nuestro país. Y de aquellos barros, estos lodos que día tras día llenan las páginas de la prensa y acaparan minutos de pantalla. Si alguien quiere indagar más sobre el asunto, recomiendo el visionado del documental Inside Job, ganador del Óscar en el año 2011.
Teniendo esto en cuenta y mirándonos con perspectiva no somos más que pequeñas abejas obreras en un enorme colmenar. Cada colmena tiene su reina que se cree mandataria en sus dominios sin ser consciente de que todas trabajan juntas para un bien mayor: el beneficio del apicultor. Lástima que ese apicultor no luche por el avance de la sociedad. Más bien se dedica a enriquecerse llenándose los bolsillos de dinero y los zapatos de la sangre de sus semejantes mientras los pisotea para ascender en esa ilusoria pirámide de poder.
Para evitar que esta degeneración del Estado de derecho siga respaldando a ladrones y criminales como bien ha pasado en nuestro país (caso Taula, Gürtel, Bárcenas, Bankia, Rumasa, Púnica, Nóos, Mercasevilla, Malaya, Invercaria, Brugal y Filesa, por nombrar solamente algunos de los más sonados mediáticamente), los gobernantes deberían sufrir un control mucho mayor sobre sus actos. No puede ser que nuestro ministro de economía, el señor Luis de Guindos, formara parte del consejo asesor -a nivel europeo- y fuera director en España y Portugal de Lehman Brothers (involucrada activamente en la crisis anteriormente mencionada) hasta su quiebra en 2008. No puede ser que una persona vinculada a una de las mayores estafas económicas de la historia de la humanidad sea nuestro Ministro de Economía. No puede ser que nos vigilen y controlen este tipo de personajes sin escrúpulos y que portan distinta chaqueta según quién tengan delante.
En un sistema compuesto mayormente por países corruptos, con sus aparatos y cuerpos del estado corrompidos por la codicia, ¿quién nos lanzará una cuerda cuando las arenas movedizas de la corrupción nos estén ahogando? ¿Quién nos liberará de las invisibles cadenas opresoras de este capitalismo salvaje? ¿Quién velará porque nuestros derechos no sigan siendo pisoteados por estos ensangrentados y carísimos zapatos? ¿Quién nos defenderá cuando logremos salir a flote y emprendamos nuestra venganza contra quienes nos abandonaron ahí, en el desierto de la pobreza y el paro?
¿Quién va a salvarnos de nuestros salvadores? ¿Quién va a salvarnos de nosotros mismos?
En definitiva… ¿Quién vigila a los vigilantes?