Fotografía: Jesús Massó
Las plazas adquirieron —quizás mejor recuperaron— un carácter icónico hace unos años, como plasmación sobre el espacio público, sobre el tejido urbano, de la democracia en su estado más puro. Una función que a lo largo de la historia del urbanismo mediterráneo se asignó principalmente a la ágora griega, el foro romano o la plaza mayor castellana, como centros del comercio, la cultura y la política de la ciudad de cada época, pero que la privatización de dichos ámbitos puso en desuso. Luego llegó el turismo para remozarlas —en el mejor de los casos— y darles una nueva función más de postín y de postal. Quizás por ello, las concentraciones y acampadas de mayo de 2011 se desarrollaron en plazas con menos pompa y, lo que es más importante, se extendieron también a plazas de barrio, poniendo de manifiesto el estrecho paralelismo entre espacio público y democracia. Si caminar es la forma más democrática de moverse, estar en el espacio público, habitarlo no más que con el propio cuerpo, es la forma más democrática de ser ciudadano. Pero todo aquello no hubiera sido posible si las plazas que han protagonizado la expresión de la indignación ciudadana en el último lustro no hubieran sido espacios públicos ocupables y mínimamente acogedores. No imaginaríamos el 15M desarrollándose en una rotonda intersección de grandes avenidas ni en el aparcamiento de un gran centro comercial.
Las plazas son —o deberían ser— espacios de reunión y convivencia por antonomasia, la sala de estar en la que se concentra y desarrolla la vida social de la ciudad pública —en oposición a la ciudad doméstica—, la creada para ser vivida, la mediterránea, la propia de nuestra tradición cultural, la ciudad a secas. Pero lo son más aún en una ciudad con la densa trama urbana de Cádiz, donde las plazas, junto al borde costero, son además un desahogo imprescindible para la apretada vida urbana. Ya se sabe que algunas fueron auténticas conquistas públicas de espacios privados, como Mina o Candelaria, huertas de conventos ganadas para el disfrute y esparcimiento ciudadano. Solo hay que observar la diversidad y alternancia en el uso del espacio a lo largo del día en cualquiera de las plazas más concurridas para darnos cuenta de la importante función social que cumplen las plazas en Cádiz. Y para deducir también la carencia que supone la inexistencia de plazas, o de plazas con un diseño de calidad —pensadas para la estancia y el intercambio humanos— en otras zonas o barrios de la ciudad.
La estancia es así la función más característica de las plazas desde un punto de vista urbanístico y social. Son espacios para estar más que para transitar. Una función que pueden desempeñar otros espacios peatonales, como paseos y jardines, y que en la Cádiz antigua ha ejercido también tradicionalmente gran parte de su borde marítimo, especialmente los paseos de la Alameda y Carlos III o el Parque Genovés.
Sin embargo, el paulatino incremento de la motorización fue relegando muchos de estos espacios esenciales de la ciudad a meras bolsas de aparcamiento, convirtiéndose en espacios degradados a los que la vida urbana fue dando la espalda. La activista y crítica del urbanismo Jane Jacobs incluía los aparcamientos en la corta lista de usos —junto a otros como los vertederos o las gasolineras— que actúan como agentes de desolación en la ciudad. Una categoría de usos que consideraba destructiva, ya que “exigen superficies inmensas y una tolerancia estética no menos grande”. Una ciudad que ha destinado espacios tan emblemáticos como la Plaza de España —o en otro tiempo la Plaza de la Catedral— a meros depósitos de coches no parece, desde esa perspectiva, tener mucho aprecio por sí misma ni por sus ciudadanos. Y si esto ocurre en espacios emblemáticos, qué no va a ocurrir en espacios intersticiales de barriadas residenciales que ni siquiera se conciben como plazas.
Pero el aparcamiento en superficie no es la única forma en que el automóvil transforma una plaza en desolación. También lo hace horadando y ocupando su subsuelo. Los aparcamientos subterráneos, con la falsa excusa de no ocupar las calles —algo que en la realidad se ha demostrado inviable, pues la motorización devora insaciablemente suelo y subsuelo—, han dado lugar a una tipología propia de plaza en la que el diseño del espacio público en la superficie está supeditado a garantizar la impermeabilización de lo construido bajo ella. Semejante inversión en proteger al automóvil de la intemperie no puede consentir una gotera. El resultado es un espacio asolado, en el sentido más literal del término, duro, inhóspito, no acogedor, que produce desazón, que invita a no estar, a no quedarse. Un continuo de hormigón que aleja todo rastro de vida. Y que además condiciona a un permanente, no revocable, acceso motorizado a la plaza, impidiendo no solo la peatonalización de esta sino también de las calles que le dan acceso. Los ejemplos son innumerables a lo largo de toda la ciudad de Cádiz, desde el Paseo de Santa Bárbara, que muestra un abrupto contraste con el Parque Genovés y el Paseo de Carlos III, a la Plaza de Jerez o la Glorieta Zona Franca, por citar solo los extremos del queso de Gruyère en que ha quedado convertida la ciudad tras varias décadas de afección por la carcoma. Probablemente, el diseño de estas plazas podría haberse hecho mejor a pesar de albergar un aparcamiento subterráneo bajo ellas, pero el hormigón continuo se ha convertido en un modelo estético que se ha extendido incluso a plazas que carecen de aparcamiento subterráneo, siguiendo el trivial principio que relaciona la ausencia de vida con la higiene y, sobre todo, con el mantenimiento cero. Lo que no se usa no se ensucia.
Aunque algunas plazas han sido recuperadas —muchos ponen de ejemplo la plaza de la Catedral de hace unas décadas, repleta de coches aparcados, o el tráfico en San Juan de Dios de hace apenas unos años—, quedan otras por liberar y la presión del automóvil se siente en todas, incluso en las que han sido repeatonalizadas, hasta el punto de que en ciertos casos acaba matando la vida en ellas. El ejemplo más claro y, por desgracia, común es el de las plazas convertidas en islas sitiadas por el automóvil, rodeadas de tráfico y aparcamiento, sin continuidad con las fachadas que limitan el espacio. Este diseño ahoga la vida de las plazas pues son sus bordes los que por lo general concentran la actividad y la interacción humanas. Obsérvense las pocas que sí presentan total o parcialmente esa continuidad con las fachadas y descubriremos una reforma imprescindible en las que no la presentan.
No todos los factores que agreden la vida de las plazas tienen que ver con la presión del tráfico. Muchos se deben a un diseño pobre o fallido. Pero las agresiones de la motorización se producen y condicionan la vida de las plazas tengan estas un buen o mal diseño. En las plazas de Cádiz encontramos aparcamientos de coches y motos, que generan tráfico de agitación, inducido por la búsqueda de aparcamiento, que solo provoca molestias, contaminación y ruido; zonas de carga y descarga incomprensiblemente situadas en plazas de elevado valor patrimonial, y que la mayor parte del tiempo están ocupadas por vehículos que no están haciendo carga y descarga; camiones y furgonetas, en cambio, haciendo carga y descarga fuera de las zonas habilitadas, aprovechando la estratégica ubicación de algunas plazas para hacer el reparto intempestivo; esporádicas pero contundentes motoradas, que parecen tener obsesión por ocupar plazas peatonales y capacidad de persuasión para que se lo autoricen… La agresión a las plazas, a la vida social que se desarrolla en ellas, es constante y persistente. En un contexto general de ciudad sometida al automóvil, en el que las calles están destinadas casi exclusivamente al tráfico motorizado, las plazas han pasado a serlo en el sentido militar del término, lugares fortificados —aunque sea débilmente— en los que la gente se puede defender del enemigo, en este caso, el tráfico motorizado. Son los reductos del peatón gaditano.
La celebración el pasado 22 de septiembre del Día Sin Coche cerrando al tráfico la Plaza de España abrió los ojos a muchos sobre lo que es y lo que podría ser ese espacio. Muchos, haciendo arqueología mental, descubrieron que hay una plaza enterrada bajo un aparcamiento de coches. Y que ese espacio es de gran valor. Muchos cayeron en la cuenta de que si la Plaza de España es un espacio infrautilizado, a pesar de su ubicación, su valor estético y su calidad como espacio público, es justamente porque está castigado a hacer de aparcamiento de coches. Pero, quizás, lo más interesante de ese día fue el consenso que despertó la liberación de la plaza de tráfico y aparcamiento, y la petición de que la iniciativa no se quedara en flor de un día, sino que se repitiera hasta la definitiva peatonalización del espacio. Esto demuestra una vez más que recuperar espacio público para los ciudadanos es una de las actuaciones socialmente más rentables que puede llevar a cabo un gobierno municipal.
Las plazas son un elemento clave en la recuperación del espacio público. Por su importancia como espacios de convivencia y para el ejercicio democrático de ser ciudadanos. Pero también porque suelen ser nodos de la red viaria y su peatonalización puede tener un efecto multiplicador en la reducción de la movilidad motorizada, afectando a todo su ámbito de influencia. Por eso, por ambos motivos, es tan importante defender las que siguen en pie —a pie—, reconquistar las que han caído y, más allá, crearlas donde no las hay, convirtiendo en plazas espacios intersticiales ahora marginales u ocupados por coches. Y es que recuperar las plazas es el punto de partida para recuperar la ciudad para la ciudadanía.